«Mi daño fue interno, invisible, lo llevo conmigo». Las palabras de Chanel Miller, la superviviente de la violación más mediática de Estados Unidos, descubren el sufrimiento en silencio forzado de las víctimas de violencia sexual. Antes del boom del #MeToo, la historia de la anónima Emily Doe conmocionó al mundo en el 2015. Tras ser violada por Brock Turner mientras estaba inconsciente al lado de un contenedor, el laureado nadador de la Universidad de Stanford solo estuvo en prisión tres meses. La publicación de su libro Conoce mi nombre (Know my name: a memoir), donde Miller desvela su verdadera identidad y su vida bajo el escrutinio público, vuelve a poner sobre la mesa el debate sobre la violencia sexual en los campus universitarios estadounidenses.

«Me quitaste mi valía, mi privacidad, mi energía [...], mi confianza, mi propia voz, hasta hoy». La voz de Miller se alzó en un panorama desértico que se mantiene con cifras alarmantes: más del 80% de las víctimas de una violación en las universidades norteamericanas no denuncian a su agresor, según el Departamento de Justicia de EEUU. Ni la policía ni los centros conocen cuál es la situación real de la violencia sexual en sus campus. Muchas no denuncian porque lo ven un asunto personal, por miedo a represalias, porque no lo consideran tan importante, no quieren que el agresor se meta en líos o creen que la policía no hará nada.

sin confiANZA / «Cuando las universidades presumen de tener tasas muy bajas de violencia sexual, no es creíble; es una señal de que no son muy seguras porque sus estudiantes no se sienten confiadas para denunciar», afirma Jennifer J. Freyd, profesora de Psicología en la Universidad de Oregón. Con un horizonte terrorífico en el que una de cada cuatro estudiantes va a ser víctima de una agresión sexual en el centro universitario antes de graduarse, muchas universidades disponen de mecanismos para prevenir estos ataques antes de que ocurran.

Una ley federal, conocida como Título IX, las obliga a proteger a sus estudiantes de cualquier discriminación por razón de sexo. Con menos de 40 palabras, la legislación impone un gran volumen de obligaciones para los centros educativos estadounidenses, como llevar a cabo una investigación independiente de la criminal cuando una estudiante denuncia una agresión sexual.

CONTROL RELAJADO / «Si las universidades no cumplen con estos requisitos, pueden perder su financiación pública, pero eso nunca ha ocurrido pese a que muchas no lo están siguiendo», explica la responsable del Título IX de la Asociación Americana de Mujeres Universitarias (AAUW, por sus siglas en inglés), Alicia Hetman. Y aunque los castigos que puede imponer la administración universitaria son muy laxos (un expediente disciplinario, voluntariado forzado o escribir una reflexión sobre el suceso), el control sobre los colleges se ha relajado cada vez más.

«Durante la Administración de Barack Obama, se publicaron unas directrices que las universidades debían seguir y que constituyeron una excelente política sobre acoso sexual», relata Hetman. El escrutinio bajo el que estaban sometidos los centros permitía a las estudiantes denunciarlos si sentían que no estaban cumpliendo con la ley. Hoy en día, hay más de 300 casos investigados por el gobierno federal por posibles malas gestiones de informes de violencia sexual. «Al llegar Donald Trump al poder, Betsy Devos, al mando del Departamento de Educación, tumbó estas reglas, ya que defienden la protección de los acusados porque afirman que muchas mujeres los denuncian falsamente».

En este momento no hay una guía clara sobre cómo las universidades deben tratar la violencia sexual en sus campus. «Algunas universidades se han rebelado contra la actual Administración negándose a seguir sus laxos controles», explica Bethany L. Backes, de la Universidad de Florida Central. El problema reside en que no todos los perpetradores se rigen por la misma ley. «Como los atletas son una clase protegida dentro del campus y normalmente están bajo su propia administración, se esconden sus casos bajo la alfombra», añade Backes.

CONTROL RELAJADO / «Algunas personas reciben el mensaje de que pueden hacer lo que quieran. En algunas universidades se recluta a atletas con la promesa de que tendrán acceso total a las mujeres», denuncia Freyd. «No es sorprendente que se tomen esa libertad y piensen que es su derecho». La universidad acaba siendo juez y parte en el juicio ya que no quiere que se conozcan públicamente casos sonados de violación por sus propios intereses económicos.

El sentimiento de hermandad creado en los ambientes agresivos e hipermasculinos de muchas fraternidades y de los equipos deportivos perpetúa la cultura de la violación en estas instituciones. Como el de Jacob Anderson, el presidente de una fraternidad de la Universidad de Baylor (Texas), que fue multado con 400 dólares en el 2018 por haber drogado y violado a una compañera, sin entrar en prisión.

Chanel Miller se preguntaba: «Si mi agresor sexual no hubiera sido un atleta, ¿cuál sería su sentencia?». Hoy sus palabras, que siguen haciendo temblar los cimientos de unas instituciones millonarias, terminan por convertirse en el consuelo de muchas otras mujeres que han vivido lo mismo.