Ni Itaca ni Ruta 66 ni viajes iniciáticos que valgan. Todo escritor que se precie debería subirse a un autobús. No a cualquiera, por supuesto. No es lo mismo un servicio exprés con asientos reclinables y calefacción moderna, que un vehículo de ruta, de tapicería con solera y climatizador casi inexistente. Todas las historias están ahí, solo tenemos que sentarnos y tomar nota. Para empezar, observaremos cómo el mundo se divide entre los que se aíslan y los que se comunican constantemente. Los primeros colocan auriculares, ordenador y otros adminículos en perfecta demarcación de su territorio. Cualquier intento de acercamiento, tipo podrías echar el asiento hacia adelante porque no puedo respirar, queda reducido a un breve pero intenso cruce de miradas que puede no ser comprendido, aun a riesgo de asfixia. Los segundos se aferran al móvil en Navalmoral y no lo sueltan hasta Cáceres. Ya voy por Trujillo, dicen, y todos repetimos el mantra, como si así pudiéramos acelerar el viaje. O en prodigioso ejercicio de creer a todo el pasaje sordo, nos cuentan a voz en grito lo poco buena que está su cuñada de Madrid, lo arpía que ha sido siempre, y que ahora va por Jaraicejo. También están los híbridos, los que con el ordenador o el mp4 a todo volumen no usan auriculares. Ya estamos en la Ronda Norte, dice el del móvil. Y la intensa comunión entre quienes llevamos dos horas escuchando se rompe. Recompones huesos, sacudes cervicales, y te planteas para el próximo viaje unirte a uno de los dos bandos. O seguir con los que todavía leen o van calladitos, ejemplares en extinción, especies amenazadas del transporte público.