El sofista, desde muy niño, había buscado respuestas, pero nunca le resultó una tarea provechosa. No estaban en el cesto de la ropa sucia, ni en los cajones de la cocina, ni mucho menos en sus libros de la escuela. Creció y siguió buscando, pero las respuestas no sólo no daban la cara, sino que ni siquiera daban la espalda, un indicio mínimo para lograr perseguirlas. No estaban en los mapamundis, ni bajo las faldas de ninguna de sus primas hermanas, ni mucho menos en los programas de televisión que hacían sonreír a sus amigos.

El sofista cumplió veinte años. Estudió mucho y se hizo hombre. Pasó muchos días encerrado en casa, con la sencilla ocupación de mirar por la ventana. Pasó muchas noches viviendo en la calle, con la sencilla ocupación de mirar otros ojos. Y comprendió que las respuestas no estaban en el aire ni en otras miradas, pero que algo tenían que ver con aquellos dos enigmas. Y comprendió algo más: también las preguntas, con el correr de los años, mutaban de signo y de lugar, se negaban unas a otras, perdían sus primeros sentidos, transforman los sentidos de él mismo en la transformación de los propios.

El sofista cumplió treinta años. Viajó a otros países, practicó otras creencias y culturas, conoció el nombre de algunas de las más innombrables ausencias, experimentó el sabor de algunos de los más insípidos sentimientos y siempre dio cada paso con sumo cuidado, por miedo a pisar alguna respuesta aún con vida. Escrutó los relojes, las balanzas, los astrolabios y los microscopios, pero allí tampoco estaban. Tuvo tiempo de volver a cambiar todas las preguntas y empezar desde el principio. Tuvo tiempo de olvidar lo que estaba buscando y volver a recordarlo. Pero las respuestas se seguían camuflando en el amor y, a ratos, también, en el odio. No las encontró en los poemas de Byron , ni en las películas de Wilder , ni en las pinturas de El Bosco , ni en las canciones de Edith Piaf ; por poner cuatro ejemplos concretos.

XEL SOFISTAx cumplió cuarenta años. Y quería mirarlo todo, tocarlo todo, enhebrar todas las agujas del mundo con el hilo invisible de su pensamiento. Pero, según se hacía mayor, sospechaba con más convencimiento que no habría suficientes respuestas para todas sus preguntas, las más sabias o las más absurdas, las más cruciales o las más baladíes, las que más se repetía en soledad o las que sólo se había hecho una vez rodeado de otros amigos sofistas. Todas aquellas respuestas debían vivir en algún misterio cercano, justo donde no miraba. Tal vez, él se movía hacia el sur mientras ellas se movían hacia el norte. Tal vez, él dormía cuando ellas despertaban. Tal vez, él volaba y ellas buceaban. Se estaba volviendo loco o, quizá, se estaba volviendo cuerdo. Nadie ni nada le ayudaba a saberlo. Nadie ni nada le respondía.

El sofista cumplió cincuenta años. Preguntó a los viejos y a los niños, preguntó a los médicos y a los hechiceros de la tribu, preguntó a los príncipes y a los mendigos, preguntó a los cristianos y a los budistas, preguntó a los mudos y a los charlatanes, preguntó al pastor y a las ovejas, preguntó al astrónomo y al poeta. Así otro medio siglo. Pero nada le responde.

Y ha sido esta misma mañana, justamente esta mañana, a sus cien años recién cumplidos, cuando más se había cansado de preguntar, cuando menos esperanzas tenía y más triste y agotado se encontraba, cuando, sin imaginarlo, sin proponérselo, en el momento menos pensado, el buen sofista encontró todas las respuestas a todas sus pregunta, es decir, el mejor camino hacia ellas: él mismo.

Fue sólo un instante, una breve claridad, un acto sencillo de mirar sin miedo y con sinceridad hacia sí mismo. Todos los gusanos se le hicieron mariposas. Todas las sumas le dieron como resultado el número cero. Todas las palabras adquirieron, de pronto, un sentido nuevo para él, pues era otro idioma con el que se hablaba. Todas sus virtudes y todos sus temores, todos sus deseos y toda su vejez, todos sus sueños y toda vida que cumplió para llegar a ser lo que es, exactamente igual que sus propias preguntas y respuestas, sólo a él le pertenecían y sólo de él dependían en ese instante puro y decisivo.

Por eso esta mañana, a sus cien años de infatigable búsqueda, lo vio tan claro, escuchando el sabio latido de su propia sangre, sintiéndolo en él aquel aire y aquellas miradas de su juventud, dejándose respirar por él y dejándose entender por ellas. Durante toda su vida, había preguntado a todos y a todo, pero jamás se había preguntado a sí mismo como esta mañana. ¡Y qué sencillo era!

El sofista murió en paz. Y tan sólo dejó unas pocas frases escritas como principal enseñanza: Todos los misterios y todas las claridades están dentro de uno mismo. En el alma, en los pensamientos, en los sentimientos y sobre todo en las fronteras y limitaciones que a sí mismo uno se pone. Nosotros, mirándonos con amor y con sinceridad, seremos los únicos que podremos respondernos y, lo más importante, los únicos que podremos decidir si las preguntas y respuestas de los otros nos sirven o no como propias.