Un sueño entre las manos y una ilusión desatadora. Todos estábamos pegados a Twitter y a la televisión para conocer el resultado final de las olimpiadas 2020. Después de dos años consecutivos presentándonos, todavía teníamos ganas para una tercera vez.

Aferrados, tal vez, a eso de que “a la tercera va a la vencida”. Pero no, nos hemos vuelto a equivocar otra vez, como tantas muchas. Y esta vez hemos caído en picado y cuesta abajo. A la primera ronda. Ya ni siquiera hemos aguantado hasta la semifinal o la final como en las anteriores ocasiones.

Ahora hemos caído de bruces, por lo que el golpe ha sido más fuerte. Pero no sólo por eso, sino porque a pesar de todos los desasosiegos que estamos sufriendo en estos últimos años, teníamos ese sueño, esa esperanza de ser por fin un país solvente capaz de llegar lejos, como en aquel 1992. Quizás seamos aún demasiado utópicos.

Digamos que los dos factores principales para la derrota han sido el tema del dopaje en el deporte español y la crisis económica que atraviesa el país. Siempre, teniendo en cuenta, el “indescriptible” inglés que empleó Ana Botella en su discurso. Lo intentó, pero eso de quedar bien con todos y ser “hiper” simpática en un idioma que no domina, no es lo suyo. A veces me pregunto si no tiene asesores que le hubieran podido corregir, porque desde luego, una gran mayoría de españoles sentimos vergüenza ajena al oírle hablar. Pero bueno, este no es el caso.

El tema es que Tokio, una vez más, se pone a la cabeza. La solvencia económica, las infraestructuras y el discurso en varios idiomas por parte del representante de Tokio, consiguieron que la ciudad japonesa sea la sede para los Juegos Olímpicos 2020. Y tal vez nosotros teníamos un 80% de infraestructuras y nos quedara 1.500 millones de euros por invertir, pero la diferencia entre Tokio y España es que los japoneses supieron dar respuesta a preguntas desagradables y nosotros no.

Están a las duras y a las maduras. Quizás deberíamos aprender un poquito más. Lo que está claro es que ya nos hemos lucido bastante para conseguir un sueño, tal vez de momento, inalcanzable. La culpa no es de nadie. A veces deberíamos reconocer que no estamos preparados y que quizás esa inversión económica, tal y cómo estamos, suponga demasiado esfuerzo, aunque los ministros insistan en el incremento del turismo y el elevado número de puestos de trabajos por unos cuantos de años. Ahora todo ha acabado. Y sólo nosotros vamos a sufrir este coste de promoción. Lo que aún no sabemos es el “precio a pagar”.