En abril de 1994, un derrame cerebral nubló de sangre la mente de Richard Nixon, uno de los estadistas más intrigantes del siglo XX. Fallecido ese 22 de abril, su cuerpo fue enterrado en una granja en el sur de California junto a su mujer. Quizá no quiso que le negaran la posibilidad de ser enterrado con honores bajo la cúpula del Capitolio, junto a otros ilustres presidentes como Lyndon B. Johnson y John F. Kennedy. Bastante desprestigio había sufrido ya 20 años antes cuando el caso Watergate echó por tierra su carrera y le convirtió en el primer presidente de EE.UU. obligado a dimitir tras el temido impeachment (proceso por el que el Congreso estituye a un presidente). Tras el entierro, el periodista Anthony Summers, autor de biografías de John Edgard Hoover y Marilyn Monroe, recordó un consejo de Norman Mailer: "Deberías escribir una biografía de Nixon". Años después, Nixon. La arrogancia del poder (Editorial Península) es la consecuencia de aquella petición. El libro descubre a este siniestro y mentiroso personaje: faltó a la verdad, por ejemplo, al decir que su mujer nació el día de San Patricio para captar el voto irlandés, y mintió sobre su vida de trincheras en la segunda guerra mundial (fue oficial de operaciones de tierra en zonas de la retaguardia en el Pacífico). Pero a su inacabable lista de falsedades se unen ahora las certezas biográficas que descubre este trabajo.

ENTRE COPAS Y PASTILLAS

Nixon siempre negó ser un bebedor compulsivo. Pero lo fue desde que probó por primera vez el alcohol a los 19 años. Sus borracheras fueron famosas, e incluso los investigadores de los Archivos Nacionales, al escuchar las cintas de las conversaciones grabadas en la Casa Blanca, oyeron en más de una ocasión el tintineo de una botella contra su copa seguido de un discurso errático y con la lengua trabada. El secretario de Estado Henry Kissinger, que fue su principal colaborador, declaró en 1999 que "dos vasos de vino eran suficientes para que se enfureciera, y con uno más se ponía agresivo o sentimental y empezaba a arrastrar las palabras". Lo cierto es que Nixon podía dar órdenes en estado de embriaguez y al día siguiente ni acordarse, como cuando pidió que se bombardeara Damasco en 1969, después de que unos terroristas palestinos secuestraran un avión de la TWA.

También estuvo enganchado a las pastillas. Empezó a tomarlas para poder dormir a finales de los años 40, sin que se las recetara ningún médico. Tampoco le hizo ascos a las anfetaminas, que tuvieron un lugar preferente entre sus adicciones.

A todo ello hay que sumar su corte racista, pero ese es otro capítulo.