Escritor

Quien me conoce o me lee, o ambas cosas, sabe que paso muchas horas de mi vida viajando; si a moverse de un lado a otro, de casa al trabajo y del trabajo a casa, se le puede llamar así. Uno canturrea a menudo aquel viejo estribillo rockero de Miguel Ríos: "Vivo en la carretera". Esto, qué duda cabe, tiene, como todo, sus pros y sus contras. Alguien dijo que hay que tener cuidado con los sueños porque al final se cumplen y eso me recuerda la ilusión que me hacía de joven viajar de un sitio a otro para acudir a algún esporádico compromiso literario. Siempre me ha encantado, a qué negarlo, contemplar el paisaje desde el coche. Nada como ver, pongo por caso, la casa de la finca El Trasquilón, al salir de Cáceres, con su laguna al lado (ahora rebosante), en medio de esa dehesa que se pierde sin remedio en el infinito.

Una de las ventajas de conducir de aquí para allá, día sí y día también, es que tienes tiempo para pensar. Para pensar y, en mi caso, para escribir. Este artículo, sin ir más lejos, lo fui escribiendo ayer, mientras lo hacía. Me lo dijo una vez Labordeta, el cantautor (aunque podía haberlo hecho cualquiera), después de una entrevista para la televisión educativa (la poesía no tiene cabida en otra cadena). Comimos con él y, entre otras cosas, le conté que recorría muchos kilómetros diarios. Después de la grabación me comentó que mis ideas sobre literatura bien podrían provenir de ese tiempo muerto de reflexión que me proporcionaban los traslados. No sería descabellado imaginar que lo mismo que los clásicos componían versos andando (como Claudio Rodríguez), los modernos los compongan conduciendo (Pessoa, por ejemplo, al volante de su Chevrolet por la carretera de Sintra). Eso explicaría la sorpresa de aquella holandesa de Utrecht a la que extrañó sobremanera que uno leyera sus poemas tan rápido, en concreto aquél en el que relato un viaje nocturno en coche. No en vano la velocidad es uno de los grandes inventos del siglo XX. Y eso que correr no es exactamente lo que se puede hacer por la 630, la nacional que más asiduamente transito. Ayer, sin embargo, gracias a la bendita borrasca siberiana, con el puerto de Vallejera, al norte, cerrado y, al sur, el tráfico interrumpido en Monesterio, daba gloria moverse por esa vía de nuestro habitual desespero. Sin camiones parece otra cosa. O bajo la insólita luz solar que reverberaba sobre el oleaje de las aguas del pantano de Alcántara. O con ese toque nórdico que le daba el hielo a los troncos de las encinas y a unos cactus blancos que había cerca del cruce de Montánchez.

Como voy solo, escucho la radio. Me hace una compañía necesaria. Incluso cuando voy a lo mío y no a lo que ella cuenta. Ayer acaparaba su atención el show de la señora Botella (¿o debería decir la señora de Aznar?) y el libro de poemas que va a publicar el Papa. Que un polaco escriba poemas es tan normal como que un brasileño vote a Lula. Lo que no me lo parece tanto es que se llame "asuntos sociales" a la beneficencia. ¿Cómo se puede hacer política social desde el ultraliberalismo? La subida fue otra historia. Abrieron arriba y abajo y los 190 camiones del tapón de Baños y la cola de 70 kilómetros de vehículos atascados en Monesterio se echaron a la carretera en busca del tiempo perdido. Eso y los moteros, deseosos de llegar a su concentración invernal en Valladolid.