Escritor

Cuentan que a finales de los setenta un hispanista extranjero le preguntaba a un viejo miliciano cómo era posible que en cuarenta años de dictadura nadie se hubiese atrevido a disparar contra Franco, aunque fuese por la espalda, y el miliciano respondió que pensarlo, tanto sus camaradas como él, claro que lo habían pensado cientos de veces, pero siempre les detenía un idéntico escrúpulo: ponerse a la espalda de Franco era fácil, pero, ¿y si antes de disparar se daba la vuelta?

Arrojar balas o adoquines o huevos contra el ojo de cristal de un edificio o a las anchas espaldas de un político demócrata no es un acto de protesta ni significa expresar una opinión, es sencillamente una coz, una patacabra que sueltan los que saben que quien tienen delante no se dará la vuelta ni les mirará con los ojos omnipotentes de un dictador ni los engullirá de un bocado con su boca herrada de mazmorras, campos de exterminio y juicios sumarísimos. En cierto modo, estos adoquines, estos huevos son el remanente que aporta el vivir en libertad, aunque sea una libertad condicional como la que nosotros gastamos, pero ganada a pulso por muchísimos hombres de bien; sin embargo, habría que recordarles a los de los huevos que esta vilipendiada forma de vida occidental que tanto parecen detestar les permite, cuando menos, salir a la calle, gritar sus consignas y, sobre todo, que les sobren huevos para arrojarlos donde mejor les plazca, porque en las partes restantes del mundo lo que falta es precisamente eso: libertad para manifestarse y huevos que llevarse a la boca.

Esta gente se asemeja a aquellos condiscípulos que tuve alguna vez, que siempre se sentaban en la fila de atrás y lanzaban a la cara del delegado de clase canutos de papel, preferentemente al resguardo de la suma de muchos músculos y de la ausencia del profesor. Hoy los delegados de clase son las gentes del pepé, y aunque a muchos de nosotros nos parezcan una opción equivocada, o quizá no, el método óptimo de protesta contra ellos debiera ser no asistir a sus actos, no votarles, gritar consignas por las calles, negarles el pan y la sal si se prefiere, pero nunca arrojarles huevos ni adoquines, esa nueva modalidad que los radicales han adoptado para expresar su desencanto contra el mal del mundo. Pero, no sé por qué, me da a mí que la súbita moda del tiro al blanco no tenga nada que ver ni con la libertad, ni con la paz, ni con más ideología que la que profesan los fundibularios, los brutos y los niños consentidos porque, si no, no se explica la ausencia de huevos en las sedes ni en los mítines de Batasuna, en las apariciones de Fidel Castro, en las espaldas de Sharon, incluso en los discursos de Botín y los otros grandes banqueros, puesto que son ellos quienes manejan los hilos de todos los grandes negocios. Y no otra cosa es una guerra o un partido político sino magníficos y rentabilísimos negocios. Pero estos furibundos muchachos parecen estar en otras cosas, tienen huevos para sus guerras nocturnas, para las espaldas de gente pacífica, aunque tal vez equivocada, y pese a que estoy por apostar que ponen en su punto de mira a Fidel, a ETA y a las multinacionales, creo que les ocurre como al miliciano aquél, que temen que los verdaderamente malos se den la vuelta y los sorprendan. Y es que hasta para ser hombre y erigirse a favor de las viejas utopías hacen faltan menos adoquines y más huevos.