Existe un procedimiento infalible para transformar a un hombre apacible y sereno en un terrible monstruo depredador sin tener que utilizar las pócimas del doctor Jekyll --ponerle al volante de un automóvil--. Gran parte de los conductores varones sufren una mutación espantosa en cuanto dan la llave de contacto y hasta el más pusilánime de los chupatintas se convierte en Rambo en apenas un par de segundos, yo he asistido a esas mutaciones y de inmediato me he encomendado a los improbables dioses remotos, después de reprocharme a mí mismo no haber hecho aún el testamento.

Acabo de leer un estudio realizado por el departamento de Interior, el cual afirma que la mayor parte de los accidentes de automóvil, sobre todo cuando la edad de los conductores andan por la franja que va de los 18 a los 25 años, se producen por exceso de velocidad, abuso de alcohol y ese estúpido afán competitivo que obliga a romperse la crisma antes que dejarse adelantar por un colega. Lo que queda suficientemente claro, es que el conductor varón se vuelve patéticamente imbécil en cuanto se aferra al volante y se empeña contra toda cordura en demostrar reiteradamente que es el más bestia de la competición. Y lo demuestra sobre todo, cuando tienen que sacarle de entre la chatarra retorcida después de la catástrofe.

Otra cosa, según el informe y según un mero vistazo a los datos de la experiencia, es el comportamiento de las mujeres ante el volante, mucho mejor valorado que el de los hombres, además tiene su explicación: como cuentan con la lucidez suficiente para no tener que demostrar ningún tipo de superioridad hormonal, conducen de modo prudente, y son mucho menos propensas a sufrir accidentes graves.

Por eso los varones motorizados las odian con todo lujo de detalles, se ponen del hígado en cuanto se cruzan con una y tratan de hacerles la travesía imposible. Yo como estimo mi vida por encima de todo, siempre voy muchísimo más tranquilo si la que conduce es mi mujer.

*Cantautor