Respeto a la diversidad

Algunas personas piensan que son dignos ejemplos de integridad y virtud en estos tiempos, y en los que, para bien y para mal, se permite todo, tanto en lo referente a lo divino -creer en lo que cada uno quiere-, como a lo humano -ser lo que cada uno quiere-, y exigen a los demás una forma de vida o pensamiento que se ajuste a su preceptos.

Hace unos días, el octogenario escritor Don Eliseo García me relató la historia de un ciudadano de nombre Matías Agüero. Era Matías un caballero a la usanza tradicional, educado para ser padre estricto y marido convencional, para algunos chupatintas de ventanilla con la tripa ulcerosa, para otros agrio oficinista informador de lo preciso. Era un incansable evocador de los antiguos años de la España de mano dura y un obsesivo detractor de los tiempos actuales, para él de libertinaje. Tenía don Matías un hijo llamado Andrés y una hija a la que llamaban Marita. Andrés siempre había sido un niño afectuoso y expansivo, dado a tratar con todo tipo de gentes; y Marita una chiquilla bastante muchachera, amiga de jugar a juegos de niños, cosa que traía de cabeza a su padre. Tuvo la mala suerte don Matías de verse un día sentado junto a una mujer africana con la piel del color del ébano, a la que su hijo le presentó como futura nuera; y otro día de conocer a una mujer con aspecto de galán a lo Miguel de Molina, a la que su hija presentó como ´su pareja´. Después de aquello, la úlcera de don Matías se trasladó desde sus tripas a su cerebro y su vida trascurría en un constante sin vivir. ¡Un hijo casado con una negra y una hija lesbiana! Aunque se daba cuenta de que ambos parecían ser dichosos. A doña Eva, esposa de don Matías, le costó algún tiempo aceptar a su nuera y a su yerna, hasta que tuvo en sus brazos dos preciosos niños mulatos, y en sus ojos el radiante reflejo de los ojos de su hija. El cuento termina como casi todos, con las frase: ´Y fueron felices y comieron perdices´. Bueno, todos menos uno. Adivinen quién.