Dilma Rousseff ha asumido la Presidencia de Brasil en una situación envidiable. Su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, deja un país con una democracia bien asentada y saneado económicamente. Su presencia internacional liderando a los países emergentes lo ha convertido en un interlocutor oído y respetado por las grandes potencias. Pero aunque haya progresado mucho en el terreno social con la disminución del número de pobres y el aumento de la clase media, sigue teniendo enormes problemas como son los graves déficits en sanidad y educación a los que Dilma, como la llaman los brasileños, deberá dar solución. Tampoco podrá eludir uno de los mayores desafíos, que es la violencia enquistada en sectores de la población. La reciente batalla campal entre el Ejército y bandas de narcotraficantes en una favela de Río de Janeiro, con un balance de decenas de muertos, evidencia la magnitud del problema.

Si, pese a estos escollos, la herencia recibida es impresionante, el futuro que se abre ante la nueva presidenta es también muy favorable. El Mundial de fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016) son dos grandes oportunidades para Brasil y, a más largo plazo, la explotación de las grandes reservas de petróleo frente a sus costas constituye un poderoso factor de desarrollo. Dilma, que carece del carisma de su mentor Lula, cuenta además con una amplísima mayoría en el Parlamento. Este capital da a la presidenta la capacidad de proseguir el ingente trabajo iniciado por Lula, pero al mismo tiempo, también le da la posibilidad de hacerlo a su manera.