Nadie recuerda el día en que se miró por vez primera en un espejo, pero no hay duda de que es una experiencia que nos impactó para el resto. Desde entonces, cuando te vuelves a mirar, aunque tengas 18 años, siempre te parece que estás mayor. Te asomas al cristal y te dices, así que éste soy yo, y te recreas y te aprendes tu cara de memoria como para unas oposiciones a judicatura. Lo que no sabes es que de algún modo estás condenado a pasar el resto de tu vida cotejando esa imagen con los distintos yo que se van asomando a los espejos a lo largo de los años. Y, claro, siempre sales perdiendo, siempre te ves mayor, presentes sucesiones de difunto. Un espejo es una cosa demasiado seria para ponerla en manos de un niño. Tal vez, en lugar de un espejo, tendrían que habernos dado un retrato robot, pero con noventa años. Este eres tú, te dirías entonces, y todos los espejos posteriores serían una mitigación de la angustia y no un ahogo.

Yo pensaba estas cosas ayer mismo, en la mesa de un café. No muy lejos, una mujer celebraba con tristeza su cincuenta cumpleaños junto a una amiga. Escuché de la asfixia de recorrer a solas la habitación vacía de los hijos ausentes. De sentir como un insulto excluyente el lenguaje carnal de los anuncios de perfumes. Del tiempo, ese cabrón que no ha cumplido lo que prometió. Era la conversación de un buque en retirada. Pero un buque aún hermoso, estupendo. Sólo que ella no podía verlo. Se miraba en el cristal del espejo equivocado. Con los ojos de la niña que fue y no con los de esa imponente mujer en que la había convertido el tiempo. Yo habría querido decirle, sopla las velas, muchacha, y sonríe, porque la felicidad es un sorbo de ese zumo que sólo se obtiene al exprimir el presente. Y eso no lo enseñan los espejos.