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Nueva sociedad, nueva política

Enrique Pérez Romero

Vivir (de) la política

Uno de los más intensos debates abiertos hoy en torno a la política es el modo de acceso a la actividad pública, la permanencia en ella y su remuneración más adecuada. Como ocurre con casi todos los debates en nuestro país, este también se ha acabado polarizando en torno a dos ideas que, si las generalizamos, resultan falaces: en un extremo hay quien afirma que la mayoría de los políticos son unos vividores que están en la "cosa pública" para lucrarse; en el otro extremo hay quien prefiere defender a capa y espada la necesaria profesionalización de la política y su correspondiente protección y estatus diferenciado.

Hay una primera cuestión que parece clara: no es recomendable que alguien llegue a la política desconociendo por completo el entorno laboral y, casi, la propia vida social. Son abundantes los ejemplos de políticos que accedieron a cargos orgánicos o institucionales a los 18 o 20 años y que desde entonces no han hecho otra cosa; al convertir la política en su único modus vivendi, alcanzan los 30 o 40 años sin profesión alguna, y su principal ambición acaba siendo permanecer en la política hasta la jubilación o utilizarla para buscar salidas profesionales. Así, las propuestas que aconsejan una experiencia previa, bien en el ámbito privado bien en la administración (preferiblemente en ambos) parecen razonables. Esto no tiene que estar necesariamente unido al tópico de que quien entra en política "debe tener su vida resuelta", puesto que bajo este mensaje podría encerrarse la perversa consecuencia de obstaculizar el acceso a las clases menos favorecidas.

Los abusos cometidos han puesto también el foco en el aspecto formativo. Que nos podamos encontrar asesores políticos -generosamente remunerados- sin el graduado escolar obliga a revisar también esta cuestión. Parece obvio que un director general de Cultura debería al menos haberse leído algún libro en su vida, pero no es menos cierto que la exigencia formativa no puede ser criterio excluyente respecto a quienes no han tenido ocasión de poseer una formación reglada y sin embargo andan sobrados de cualidades. Algún baremo ha de establecerse, pero coherente con la necesidad de convertir la política en un ámbito de participación ciudadana y no en el imperio de la tecnocracia.

El debate sobre la necesidad de rotación en los cargos es quizá uno de los más enconados. ¿Debe irse un alcalde que lleva siéndolo ocho años a pesar de haber realizado una excelente gestión y ser querido por sus vecinos? ¿Que alguien permanezca 15 años como secretario general de un partido no facilita la endogamia, el clientelismo y la comodidad frente a la capacidad de cambio? ¿Debería poder repetir un presidente de Gobierno que, aunque solo lo haya sido cuatro años, haya incumplido flagrantemente su programa electoral? La cuestión no es sencilla, pero de nuevo la probada incapacidad de la élite política para renovarse aconseja desequilibrar la balanza a favor de la limitación de mandatos, con margen para excepciones.

Lo mismo ocurre con las remuneraciones. Para una gran parte de la ciudadanía no resulta fácil entender que nuestros ex presidentes de Gobierno cuenten con un sueldo vitalicio de más de 70.000 euros anuales; pero que además eso sea compatible con actividades privadas remuneradas resulta de todo punto inaceptable.

Es necesario, por tanto, revisar los post-sueldos, así como las tablas salariales (es incomprensible que algunos alcaldes cobren más que el Presidente), y establecer un rígido y muy vigilado régimen de incompatibilidades. Todo esto, que parece muy complejo, debe servir a un objetivo muy claro y sencillo: establecer los mecanismos necesarios para vetar el acceso a la política a quien quiera convertirla en su modo de vida. Conozco de primera mano el activismo político desinteresado, que incluso cuesta dinero a quien lo ejerce, que proviene de la ilusión por construir una sociedad mejor y que no espera a cambio dinero ni prebendas. Personas honradas que viven la política, que no quieren vivir de la política. Y como sé que existe, y que no es tan infrecuente, me resulta especialmente sangrante que los excesos de algunos supongan el desprestigio de todos. Que finalmente es el desprestigio de la política en sí misma. Es una emergencia. Hay que acabar con ello.

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