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En la otra esquina

Futuros

Sentado en el aula, no supe muy bien cómo se sienten allí los niños que cada mañana entran alegres a la clase aunque ya empiece a hacer frío. Miré las paredes decoradas con esa misma frescura que nos hace felices a los padres cuando les vemos crecer e imaginé por un momento ese día en el que dirán hasta pronto a sus compañeros cuando llegue el instituto. Tampoco acerté a explicarme mi emoción cuando escuchaba a la profesora explicar cómo hacía su trabajo, ese mismo que, ojalá, nos sirva a diario para ganarnos el pan e intentar enseñarles a los nuestros y a los demás que lo único que se valora es aquello que logramos con esfuerzo y, por qué no, que nos permite ganar dinero para salir adelante. Mirando a través de los cristales del colegio, advertí el horizonte del otoño y supe que me estaba esperando en la puerta como quien no sabe que somos cuerpos a merced de lo que nos rodea. Allí, en el mismo lugar donde ellos aprenden a leer, hacen exámenes de "mates" y sueñan en su mundo, aceleré el tiempo hasta verles ocupando nuestros puestos cuando ya no estemos para nada. De repente, otro escaparate, otra vida que construir cuando los tiempos no pinten para casi nadie. Una misión que cumplir, una tarea por hacer. Como quien se sabe necesario cuando el día aún no ha empezado o en las noches que se hacen largas mirando al techo. La vida otra vez. Los hombres, a su labor; todo por hacer cuando amanece y las calles están aún mojadas sin que el sol haya dado gratis lo que se espera de él. Y entendí entonces que merece la pena dejarse la piel en cada intento y que no todo está perdido en una sociedad donde la codicia ha sido ley. El mañana es de ellos. Solo de ellos. Escuché a la profesora y supe por dónde hay que empezar.

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