Me gustan las bibliotecas. Debería frecuentarlas un poco más, pero mi querencia por el ordenador de casa me hace huir de esos espacios cada vez más modernos, diáfanos y cercanos en los que se han convertido aquellos edificios antiguos, a veces inhóspitos y otras desangelados que eran antaño. Sí, les escribo desde una de ellas, en el corazón de la gran ciudad, mientras en la calle suenan los motores y es fácil aislarse entre caras de concentración y cuerpos cansados como el mío. Reconozco el mejor antídoto contra las vorágines en este lugar, a buen recaudo de voces y gritos, a mano de periódicos y libros, conexión inalámbrica y funcionarios que parecen encantados con su trabajo. Hasta algunos en ocasiones me parecen profesores enseñando qué volumen sería el idóneo para un momento de estrés laboral, o para una tarde aciaga en la que entregarse a los versos de cualquier buen poeta que aligere los pesos del alma. Recomendaría como desintoxicación de emergencia para adictos a redes sociales una sesión intensiva de lectura. Me la aplicaría de inmediato. Y, claro, qué decirles si se trata de reconocerse en cualquier personaje de ficción escogido al azar entre las estanterías: un superhéroe que asalte los cielos, un oficinista que de noche se sube a los escenarios a hacer lo que más le gusta o, por qué, un aventurero de otros tiempos en su momento cumbre. A veces cuesta entender que los tiempos avanzan una barbaridad y que en la inmediatez puede estar el éxito, pero no el gusto. Y así lo siento al entrar en las bibliotecas, donde el tiempo navega de otra forma, donde la vida respira a otro ritmo. Prueben cualquier mañana si les queda tiempo. Entenderán que ayer, para mí, fue un día distinto.