Admiramos algo o a alguien. Y somos admirados. Lo primero se manifiesta, pero no lo segundo por sentir pudor. Son incontables nuestras admiraciones, como ante una obra de arte y al héroe que nos fascina, sentimos asombro ante lo nunca visto y estupor por un hecho singular, nos inquieta un volcán en erupción, nos sorprende quien da lo que no tiene y nos pasma el que entrega su vida por un ideal; nos encanta el agua fresca, un día canicular, y nos entusiasma un bello texto literario y la final de dos tenistas de élite.

Aplaudimos que no se hundiera una barcaza de inmigrantes, huyendo de persecuciones y muertes, nos hace vibrar la gesta del soldado que lucha por su patria, estimamos la entrega de una oenege y exaltamos al misionero que sólo actúa sin esperar nada a cambio. Lo contrario a la admiración es el desdén por una buena obra, subestimar un gesto humano, ser insensible ante el genocidio de razas y pueblos o la indiferencia ante la aniquilación de seres indefensos. Y nos inquieta que haya países insensibles ante los que padecen básicas carencias o son perseguidos por motivaciones religiosas o políticas.

Se ha llegado a decir que el mundo sería poco habitable si no hubiera nadie a quien admirar, si no se realizasen apoteosis de buenas conductas o no se potenciara todo empuje solidario. Admiraciones que son espontáneas, que no inquieren ni preguntan sobre el por qué nos seducen tales hechos, valores y carismas. Decía Thomas Carlyle , en su "biografía de los grandes hombres", que el que no admira nada, es como unos lentes sin ojos detrás. Aunque el aprecio posee sus grados, pues siempre serán más estimadas las virtudes que las simples cosas, por hermosas que éstas sean. Aunque no siempre se ama a quien se admira, pues se puede estar enamorado y no sentir admiración por el ser amado.

Y no sólo nos deslumbra lo grandioso, como el curso de los astros o la majestad del mar, sino lo que nos enternece, como el niño del tercer mundo que sacia su hambre con un trozo de pan, o la sonrisa del que antes estaba triste. Pero la admiración no ha de ser adulación, sino crédito que damos al que se lo merece; de ahí que hablemos de una "envidia sana", cuando es sincera la alabanza, aunque sea más proclive al poderoso que a cualquier hijo de vecino. Por otra parte, nunca ha de faltar el estigma del orgullo y la arrogancia altiva, y considerar que, a fuer de sinceros, es un gran placer para muchos, según Schopenhauer , en que se les admire adulando su ego.