Aunque no se lo crean, ya está aquí la Navidad. Y con ella, todo ese rosario de rituales que vamos cumpliendo, mal que bien o a trancas y barrancas, para despedir el año y dar la bienvenida a otro.

Y, para no perder las buenas costumbres, acudimos al momento más emotivo del curso para muchos con la sensación, confieso, de que vivir y disfrutar en estos tiempos convulsos es el primer lujo del que deberíamos alegrarnos. Habrá un tiempo, que quizá usted y yo ya no veamos, en el que será un milagro que salgas ileso de un mercado navideño y que no sea anormal acudir al horror de los atentados mientras se busca un regalo para un ser querido.

Atravesamos el siglo de las balas, de los horrores televisados y la necesidad, ahora más que nunca, de no tener que empezar a desconfiar de los otros por su procedencia. Y en este batiburrillo vital, del que sí que es complicado no tener secuelas si ves dos telediarios completos al día, siempre hay algún buen árbol al que agarrarse para no naufragar. Piensen si no en el tópico de pasarlo bien con los amigos a quienes no ven hace meses y procuren obviar a los domingueros que salen por Navidad un año después.

Pobre de ellos, con lo poco acostumbrados que están a alternar... Y como es criticable que al personal se le reblandezca el corazón con los turrones y las luces, les propongo como ejercicio más saludable que brinden por todo lo que no tienen y que a lo mejor vendrá.

Ríanse de las maldades que vendrán y relativicen su propia vida. Cuántos habrá que ni siquiera se puedan plantear esto. En fin, que cada vez que les escribo al llegar estas fechas lo que me da aliento es que nos lean, que toquen el papel de este periódico, hecho con el esfuerzo de mucha gente. Eso es lo real; lo demás, pura Navidad.

* Periodista