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En la otra esquina

Soledades

Ella espera sola en la parada de autobús, él toma solo el café antes de ir a trabajar otra fría mañana más. Mientras, en cualquier cocina de este mundo, algo está pasando. Una mujer que prepara el caldo del mediodía, otra que pone la lavadora. No hay nadie más. No lo decimos ni lo gritamos, pero está presente a diario. En las imágenes de la televisión, frente a los escaparates o sentados al volante del taxi esperando a un cliente. Conductores, camareros, abuelos, senderistas, repartidores, más abuelas y nosotros. Hasta yo, que siempre les escribo solo, en el silencio de este despacho con vistas al paisaje verde y congelado de enero. La soledad, qué palabra tan recurrente en los peores momentos, qué agradecida cuando llega acompañada. Hago la prueba cada día, casi como si fuera una mala costumbre, observando a quienes me rodean y siempre me impactan más las miradas de esos que están al pairo de la calle, al abrigo de un móvil o, sencillamente, con la mirada perdida en algún punto del cielo. La soledad no se vive, se siente a bocanadas de aire fresco o te cae encima como una losa. Cuando se apaga la luz, cuando se camina por el mar. Las soledades tienen nombre propio hasta delante de un ordenador, del cristal del vaso en cualquier bar y en un viaje en tren al lugar de donde nunca volveremos. Los ataúdes deberían ser de cristal para mostrarnos lo vulnerables que somos. Nadie debería esconder, en estas noches de invierno, que hay casas pobladas de soledades, que existen parques repletos de gente y llenos de solitarios y que quizá ese sea el mayor reto del hombre: saber vivir sin más reclamo que su silencio. Enero está callado, ya no hay ruido en las calles, pero están llenan de soledades cada mañana.

*Periodista.

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