Uno de mis mayores alivios durante la licenciatura fue el graduarme sin necesidad de trabajo de fin de carrera. Y una de mis mayores pesadillas fue la tesis que tuve que escribir en otro máster posterior. Sobreviví. Seis meses dedicados exclusivamente a ese trabajo. Tiempo en el que me comunicaba con mi tutor frecuentemente y en el que enviaba la sección terminada cada mes. Todo registrado. Todo guardado. Entregado y calificado. Sólo queda imprimirlo convenientemente engalanado y quizás, a petición familiar, traducirlo, aunque eso está más complicado.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, ha sido acusada esta semana de falsificar sus notas y de no haber presentado su trabajo de fin de máster.

Lo normal sería enseñar el citado trabajo y listo. Fin de la historia. Pero no. Tendremos justificaciones y contra justificaciones hasta que la historia se olvide. Ya, que más da.

No puedo saber, por el momento, si Cifuentes hizo trampas con una universidad pública. Pero lo más triste es que en este país ya se ha llegado a un punto que eso no sería más que un mal menor, un pequeño pecado. Visto el saqueo a espuertas y las pocas cabezas que han rodado, lo de falsificar un par de notas no pasaría de trampilla insignificante.

Me animaban mis padres a estudiar, a esforzarme, a dar lo mejor para así asegurar mi futuro. No sabíamos por aquel entonces que con algún padrino o un par de contactos se tenía mayor éxito. Nos habíamos tragado el cuento de la recompensa, cuando lo que se asentaba era la ley del mínimo esfuerzo.

Describe Eduardo Galeano en ‘Las venas abiertas de América Latina’ a la primigenia España de los tiempos de la Conquista como «un imperio rico» que «tenía una metrópoli pobre». Así: «hacia 1700 España contaba ya con 625 mil hidalgos, señores de guerra, aunque el país se vaciaba (…) La bancarrota era total. Desocupación crónica, grandes latifundios baldíos, moneda caótica, industria arruinada, guerras perdidas y tesoros vacíos».

La España de hoy tiene otros hidalgos cuya cuna no se la da el nacimiento sino el partido. La Corona, otrora de los Habsburgos ahora Borbónica, sigue tan alejada del pueblo como su propia naturaleza le fuerza. Unos pocos parasitan aún un país a la deriva. Y ya no tenemos imperio que nos salve.