Saben de esos días en que el escenario necesita descanso de uno mismo, y el actor principal «ajeneizarse»?. Esas madrugadas insomnes en que la distancia con la propia sombra parece poca? Cuando en vez de darnos cobijo, nos asfixia, se ata a nuestros zapatos, caminado detrás como un guardaespaldas que, sin embargo, no guarda nada, ni la esperanza, y queremos salir pitando dejándola plantada, pero no hay manera…? Pues en esas ocasiones lo mejor es fugarse. Salir a oscuras, cuando el sol ni siquiera sueña con levantar los pies del suelo, colocar, como en las novelitas de Los Cinco, las almohadas bajo las sábanas para fingir que duermes y salir a hurtadillas. Echar un libro, agua, un chubasquero por si arrecian las pesquisas en nuestra búsqueda, algo de comer, algo de escribir y gasolina para llegar lejos, Dios sabe dónde.

Por eso el encanto de las fronteras. Su irresistible perfume a sirena de Ulises, su dedo que asoma diciendo, pícara, «ven aquí», como una magnética Lauren Bacall tras la cortina de terciopelo. Pasarla para comprobar que una vez que la señalización comienza a hablarnos en otro idioma, las marcas del asfalto discurren menos rápido, la emisora en la radio se cambia, modulando el sonido, acompasándolo a la respiración, más lenta, más consciente, más profunda. Y para que el alba nos bendiga, jugueteamos aspirándola, al bajar un instante la ventanilla. Por primera vez en mucho tiempo reconocemos la mirada de nuestro ojo izquierdo en el retrovisor, y en él, nos sorprende una sonrisa, real, no un amago, no un rictus forzado, no un autoaliento. No se trata de mucho más, solo de conducir y ver pasar los estorninos señalando el océano, los tejados con chimeneas que auguran protección y prometen ahumar los buenos recuerdos, para que se conserven, intactos, mucho tiempo. Y dejar atrás, enredada en los postes de la luz o sujeta por pinzas en las cuerdas de tender, la negrura del sueño, del no sueño.

Que ya no nos tiene cautivos. Que se mece, aireándose, blanqueándose al sol, que como la cal de los muros, lo cura todo, desinfectando su alma. Los kilómetros son bálsamo, y se recorren como un suspiro de satisfacción, largo. Al poco, un camino que se abre bajo los olmos, sin final, sin tráfico, mas que la silueta de un hombre en bicicleta, despacio. Un vistazo rápido atrás, un volantazo, una sonrisa más amplia aún, al percibir una decisión sin porqué, sino llena de «porque no». Y encontrarse al rato en una plaza, y en un bar, y en una barra junto a quien no se conoce. Y saluda. Y comenta el mundo. Y notar en el paladar el sabor del café. Rotundo. Casi áspero y sin embargo, suave, la sombra ha vuelto, pero esta vez parece cómoda en nuestro zapatos.