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La encrucijada juvenil

Por encima de las veleidades pasajeras con las que la clase política suele distraernos (exhumaciones, tesis, másteres, etcétera), siempre afloran los problemas reales de los ciudadanos. El inicio de un nuevo curso nos devuelve a la cruda realidad. El desempleo juvenil es un azote social del que apenas oímos hablar. La crisis económica ha tratado duramente a los jóvenes. Sus perspectivas como demandantes de empleo son poco halagüeñas. Por si fuera poco, la robótica puede contribuir en un futuro próximo a incrementar la pérdida de puestos de trabajo.

Los jóvenes son la fuerza laboral del futuro. Pero sus perspectivas actuales pasan por desempleo, precariedad, inestabilidad y bajos salarios. En suma, sombrías perspectivas. La exclusión de los jóvenes del mercado laboral deriva básicamente de la incapacidad del sistema socioeconómico para generar suficientes puestos de trabajo. En su conjunto están perfectamente cualificados y son ambiciosos. No obstante, no se observa un actuar unánime de cara al emprendimiento y al empleo.

Un sector de jóvenes, desgraciadamente minoritario, y que coincide con los más talentosos y mejor preparados, son los que gozan de mayores oportunidades. Tienen sus gustos y preferencias bien definidas y se inclinan por proyectos innovadores. No creen en los sindicatos, pero con sus peculiaridades a la hora de enfocar las relaciones laborales están obligando a muchas empresas a replantearse sus estrategias. Si otros buscan preferentemente la estabilidad, a estos nuevos yuppies no les importa cambiar de empleo, porque para ellos son prioritarias las oportunidades de ascenso profesional. Esto explica el desconcierto de muchos empleadores que se encuentran con la necesidad de modificar sus políticas para poder retener a los jóvenes talentos.

Otros jóvenes, también muy cualificados, ante la falta de perspectivas para encontrar empleo, optan por la seguridad de la función pública. Las listas de opositores son excesivamente amplias y estériles. La estabilidad del funcionario, aunque se piense que no está suficientemente retribuido, tienta a muchos jóvenes. Sobre todo en regiones como la nuestra, en la que la escasez de trabajo y la poca relevancia del tejido empresarial hace que el sueldo de funcionario esté considerado como de alto standing.

Este conjunto de jóvenes, los más arriesgados y los más conservadores, muestran una cierta inquietud por conciliar la vida profesional con la personal. De ahí que muchos estén dispuestos a conformarse con sistemas de trabajo flexibles que les permitan no trabajar siempre a tiempo completo o aceptar fórmulas de teletrabajo.

Junto a los jóvenes más responsables y abnegados, se alinean los que, por voluntad o por circunstancias, se excluyen del sistema y abandonan tempranamente los estudios. Para ellos sería bueno crear entornos formativos diferentes, de menor duración, más flexibles y orientados a la práctica profesional.

La diversidad de problemas que genera la lacra social del desempleo juvenil exige que las instituciones públicas arrostren con osadía esta cuestión. Los cambios económicos que se avecinan deben llevarnos a implantar nuevos valores que defiendan que la contribución social de una persona no esté definida únicamente por la producción económica. Solo así el desempleo dejará de estar estigmatizado. En esta nueva línea de reparto social del trabajo cobra peso la tendencia que aboga por el «dividendo digital», entendido como un ingreso básico que en una sociedad tecnológicamente avanzada garantice la seguridad económica de todas las personas, independientemente de la labor contributiva que se realice a la producción o al progreso humano.

La precariedad se convierte en un callejón sin salida que impide a nuestros jóvenes alcanzar estabilidad e independencia. Por eso, necesitamos fomentar el pensamiento creativo para poner en marcha nuevos métodos que acaben con la crisis ideológica de la economía moderna. Si no adoptamos medidas imaginativas e innovadoras, nuestros jóvenes, cultos y preparados, estarán condenados a la marginación.

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