La verdad es un asunto complejo. En los albores de la modernidad, Descartes logró imponer una visión simplista del asunto. Redujo la verdad a lo tangible, a lo científicamente demostrable. De manera que la realidad tenía vida propia y los científicos tenían en su mano decidir si las palabras o las ideas se correspondían con la realidad tal como era, verdad o mentira. La política y el periodismo han vivido dentro de este paradigma cartesiano 200 años. La disidencia quedó relegada a los círculos intelectuales, fundamentalmente los académicos, y ha sido liderada sucesivamente por Nietzsche, la filosofía del lenguaje o la semiótica. El auge de la denominada autocomunicación de masas que ha empoderado a los ciudadanos para participar en la publicación de noticias sin intermediarios visibles -otra cosa son los algoritmos- ha comportado que el problema de la verdad haya salido de las aulas. La denominada posverdad y su conexión con las fake news han puesto a los ciudadanos ante el dilema de decidir sobre la verdad, no solo en sus opiniones sino también en sus actos.

Las redes sociales son ahora la encarnación del mito del ágora griega. Siempre que los mitos se humanizan tienen espacios de excelencia y momentos de lucidez, pero también rincones oscuros enfangados. Los ciudadanos revestidos del poder de la opinión pública tratan de promover sus ideas y desactivar a quienes no las comparten. En este contexto se crea una extraña sensación por la cual la verdad parece tenerla el que gusta más y no el que tiene la razón. Por el contrario, al disidente, al adversario ideológico se le intenta expulsar y silenciar al grito de acusarle de mentiroso. De manera que hoy no se debate para alcanzar mayorías o para verificar hipótesis. Se debate directamente para establecer una verdad única e inalterable al más puro estilo cartesiano. El resumen es que la mentira se identifica directamente con lo que dicen aquellos que no piensan como uno mismo.

Quizá ha llegado el momento de recuperar a Nietzsche y a los disidentes que en los últimos dos siglos han seguido su manera de entender el problema de la verdad. La antropología de la comunicación que han publicado Lluís Duch y Albert Chillón es una de las mejores guías para recorrer este camino. «Nietzsche -concluyen- afirma sin ambages que la apariencia y la ilusión atañen no solo al arte, sino al mismo vivir y a sus frutos, hechos y realidades incluidos». La realidad, pues, no tiene una existencia autónoma, sino que nace de la mirada humana, por tanto, de un sujeto, sea fabulador, científico o narrador. Y si la realidad tiene esta naturaleza humana, su relato es, indefectiblemente, el resultado de la acción de un individuo, tamizada por su tradición cultural, por su lengua, por su tiempo histórico, por su ideología, por su formación y por su voluntad. Dejemos, pues, de erigirnos cada uno de nosotros una y otra vez en semidioses poseedores de una verdad difícilmente compartible. Dejemos de acusar a nuestros adversarios de mentir y pongámonos a ver la parte de su verdad que podemos compartir. No es un deseo buenista, sino un simple ataque de realismo.