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Nueva sociedad, nueva política

Enrique Pérez Romero

Abolir la prostitución

La objetualización sexual es culpable de todas las violencias machistas

En el maravillo libro Hacer el amor. Qué hace usted con el amor cuando hace el amor (1970), el brillante médico canadiense Eric Berne definió el sexo normal como «goce mutuo entre dos personas libres y que saben lo que hacen». En sus nueve tipos de relaciones sexuales no aparecía la compraventa. Es decir: la prostitución no es sexo.

La intelectual estadounidense Kate Millet ya dijo (Política sexual, 1970) que las prostitutas no tienen «necesidad (ni ocasión) de unir el placer a su vida sexual», en experiencias impuestas por necesidad económica o desviación psicológica masoquista.

Millet también afirmó que «cualquiera que sea la actitud oficial de la sociedad, la prostitución constituye una necesidad de toda cultura basada en la supremacía masculina». Esta idea de dominación la había desarrollado Engels (El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, 1884), definiendo la prostitución como «una institución social como otra cualquiera» que mantenía «la antigua libertad sexual... en provecho de los hombres». Marx y Engels desarrollaron sus teorías basándose en la dialéctica amo/esclavo de Hegel.

La dominación subyace bajo el permanente éxito arrollador de una película como Pretty Woman (1990), algo que ya supo ver Simone de Beauvoir (El segundo sexo, 1949) al hablar del placer del hombre en redimir prostitutas: «Para despertar a la Bella Durmiente del bosque es preciso que duerma; hacen falta ogros y dragones para que haya princesas cautivas».

La política marxista Aleksandra Kolontái afirmó (La mujer en el desarrollo social, 1921) que la prostitución seguía «como una sombra al trabajo femenino». Fue vanguardia de la perspectiva de género en la izquierda y de la perspectiva de clase en el feminismo, ampliando la idea de prostitución: siempre que una mujer intercambia su cuerpo por protección socioeconómica. La perspectiva de clase internacionalista es básica hoy para entender el colonialismo sexual del que habla Sheila Jeffreys: los hombres de los países ricos prostituyen a las mujeres de los países pobres.

El marxismo rompía así la falacia liberal establecida por el inglés John Locke en el siglo XVII —y que Albert Rivera defiende con entusiasmo— según la cual el ser humano puede «autoesclavizarse libremente». La libre elección es una de las tres trampas discursivas de las fuerzas conservadoras y las izquierdas desnortadas para seguir prestigiando la prostitución. Las otros dos son el deseo como generador de derechos y la consideración de la prostitución como un empleo más.

Ya advirtió Immanuel Kant que una persona no puede ser una cosa. Por tanto, tampoco un producto. Así que no puede ser considerado un trabajo aquello que tiene como producto a la misma persona que lo desempeña. La objetualización sexual —potenciada irresponsablemente por el neoliberalismo salvaje mediante los medios de comunicación de masas, que han convertido la hipersexualización en cultura popular— es culpable de todas las violencias machistas, también de la prostitución, puesto que deshumaniza a la mujer.

El modelo regulacionista está siendo un fracaso en Alemania: más de la mitad de las prostitutas siguen trabajando sin protección y se han incrementado el tráfico de personas y la violencia. Enfrente, con datos contrarios, los modelos abolicionistas de Canadá, Francia, Irlanda del Norte o los países nórdicos (Suecia, Noruega, Islandia).

En España la prostitución mueve la mitad del gasto en educación y hay tres burdeles por cada hospital público. Solo el PSOE es, a día de hoy, un partido abolicionista según su programa político, pero todavía no se ha dado ningún paso serio en esa dirección.

Los hombres somos los prostituidores. Todos los hombres que nos consideramos de izquierdas debemos ser abolicionistas. No es compatible el progreso igualitario con este problema de salud pública que, además, es un pozo sin fondo de corrupción ética y económica. Especialmente aquellos que en algún momento hemos creído en el modelo regulacionista, debemos rectificar e ir de la mano con el feminismo radical en la larga lucha contra las nuevas y las viejas derechas. Pero, más allá de ideologías, y como dice Richard Poulin, estamos ante una «elección de civilización»: ser hombres nuevos o vernos mejor en las cavernas.

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