El ser humano es mentiroso por definición, y solo somos sinceros cuando nos aplican el suero de la verdad, que en la versión siglo XXI no es otro sino Google, nuestro mayor confidente. Eso es lo que se desprende de la lectura de una entrevista, publicada ayer en El Mundo, con Stephens-Davidowitz, autor del libro Todo el mundo miente. Según Stephens-Davidowitz, cuando usamos el famoso buscador nuestra máscara social se cae para dejar paso a nuestro verdadero yo. El resultado no es nada halagüeño: en mayor o menor medida somos «racistas, egocéntricos, viciosos, depresivos y obsesionados con el sexo».

No creo necesario escribir un libro para llegar a la conclusión de que somos mentirosos (y otras cosas), pero ya que Stephens-Davidowitz lo ha escrito no vamos a llevarle la contraria. Efectivamente, todo el mundo miente, y Google Trends lo sabe. Así las cosas, teniendo en cuenta esta patología, más que pedirles a nuestros hijos o a nuestra pareja que no mientan, deberíamos limitarnos a pedirles que no mientan demasiado.

Precisamente porque somos mentirosos por naturaleza, hace tiempo que dejé de fiarme de las encuestas electorales. Fallaron los pronósticos con el Brexit, con Donald Trump, fallaron en las elecciones en Andalucía... ¿Cómo es posible que con la exhaustiva gestión que se hace hoy día de los datos demoscópicos los gurús de las encuestas se equivocaran estrepitosamente? La respuesta es sencilla: los entrevistados mintieron.

Esa propensión a la mentira es en ocasiones fruto del miedo y la cobardía: muchos ciudadanos, para evitar ser señalados por no seguir el mainstream, están dispuestos a emitir opiniones en público que rechazan en petit comité.

O sea que un sector importante de la sociedad solo dice la verdad cuando está entre amigos o cuando entra en Google, ese servicial y artero compañero que recoge nuestros deseos y confesiones sin juzgarnos.