En el comercio internacional suenan tambores de guerra. El Gobierno conservador de Trump está imponiendo políticas arancelarias proteccionistas que pueden acabar con la interconexión tecnológica global.

Estados Unidos sigue siendo el espejo donde se miran las democracias occidentales. A pesar de ser históricamente un ejemplo de libertad y tolerancia, la política ultranacionalista de su actual presidente ha despertado un afán intervencionista que, sin ningún género de duda, va a exportarse al resto del mundo. Y, en consonancia con esta tendencia, en la misma Europa están emergiendo proclamas conservadoras que se alejan de los principios de solidaridad y libertad que inspiraron el nacimiento de la Unión Europea.

Las organizaciones internacionales más influyentes, inspiradas en la ortodoxia librecambista, propugnan un orden económico globalizado como la mejor forma de incentivar el desarrollo y el progreso de los pueblos. En cambio, nacionalistas y populistas, con la lábil excusa de corregir el déficit comercial y fortalecer la seguridad nacional, pretenden aplicar un neoproteccionismo conservador a todas luces anacrónico.

Las restricciones arancelarias acrecientan las incertidumbres para el comercio, lo que sin duda nos puede llevar a una autarquía económica que puede derivar en una recesión mundial. El mayor impacto se produciría en los países menos desarrollados, que encontrarían mayores dificultades para exportar sus materias primas.

La rigidez en los intercambios comerciales soslaya la libre competencia y altera los métodos concurrenciales, lo que se traduce en un mercado más ineficiente, con escasa diversificación de productos, baja calidad de bienes y servicios, y aumento de los precios. Las medidas políticas y económicas que fomenten la industria nacional podrán resultar beneficiosas para algunos sectores económicos, pero a la larga supondrán una rémora para los demás.

La democracia y la libertad -también la libertad económica- son valores complementarios. Son componentes insustituibles en el funcionamiento de cualquier sistema político que aspire a alcanzar el bienestar de sus ciudadanos. En el orden internacional, las potencias más democráticas viven bajo el prisma del respeto, la tolerancia y la colaboración, en tanto que el proteccionismo, la autarquía económica y los nacionalismos nos han conducido siempre a situaciones de infaustos recuerdos. La historia es testigo de sus consecuencias.

Los dirigentes norteamericanos deben comprender que sus rivalidades electrónicas con China acabarán arrastrando al resto del mundo, lo que tendrá un efecto boomerang para sus propios intereses. El gigante dormido ha despertado. China ha cambiado la revolución cultural por la revolución tecnológica. Antes, firme defensora del intervencionismo, se ha convertido ahora en un adalid del libre comercio. Con sus masivas compras de deuda pública es la mayor acreedora de Estados Unidos. Su nivel de desarrollo se ampara en un capitalismo dirigido. Este control estatal de la economía le sirve para evitar fricciones internas. En la batalla por la tecnología 5G lleva ventaja.

Europa, como siempre, nada entre dos aguas. El crecimiento económico de la Unión Europea es sensiblemente inferior a Norteamérica, Japón y China. La Comisión europea ha descrito a China como un rival sistémico. Una guerra digital nos afectaría en mayor medida.

Los principios sobre los que se articula el intercambio de bienes y servicios, la evolución financiera y el desarrollo de las nuevas tecnologías no aconsejan volver a periodos de autarquía, sino todo lo contrario, buscar fórmulas más dinámicas e innovadoras. Solo la colaboración tecnológica y la libertad arancelaria ayudarán a incrementar el comercio en un mercado mundializado. Lo que significa mayor posibilidad de crear riqueza y aumento de bienestar.

* Catedrático de Derecho Mercantil