Hace unos días fui testigo de una de las escenas más prodigiosas de la naturaleza y, automáticamente, protagonista de un desasosiego que aún perdura, dado el carácter trágico de aquella imagen fugaz. Me encontraba en una playa de New Jersey, tendida en la arena leyendo, cuando un revuelo de gentes me sacó de entre las páginas y comencé a preguntarme qué ocurría, a qué se debía ese alboroto repentino y la presencia de tantos teléfonos que apuntaban al mar. Tras un par de segundos dudando, me di cuenta: una camada de delfines nadaba hacia al sur bordeando la costa. Se podían distinguir al menos cuatro, entre piruetas y saltos acuáticos, de distintos tamaños. Viajando en perfecta coreografía, parecían deslizarse dentro de las olas como dándoles forma poco antes de que rompiesen en la orilla.

Los que allí estábamos nos maravillamos frente al espectáculo, y hubo quien siguió a los animales por tierra con el objetivo de filmarlos durante más tiempo. Qué belleza, musité, sin sacar el móvil, hasta que me atacó un segundo pensamiento cuando dirigí la vista al resto de los tardíos veraneantes y me vi en el conjunto: ¿cuánto plástico no habremos tirado al océano?, ¿cuánta basura no encontrarán estos delfines a su paso? Qué ironía nuestra manera de admirar los prodigios que nos brindan otras criaturas. Cuando se marcharon los cetáceos, volví a tumbarme con el libro en las manos, pero ya fue imposible concentrarme.

Ocurre con la emergencia climática lo mismo que con cualquier otro fenómeno social del que se toma conciencia: que, una vez el aprendizaje está hecho, es imposible mirar al mundo de la misma forma. La calle que lleva el nombre de un general franquista no se transita igual después de los movimientos por la Recuperación de la Memoria Histórica; la violencia contra las mujeres se define tal cual y no como violencia a secas porque ha habido un esfuerzo comunitario de sensibilización previa sobre iniquidades estructurales que responden al género; la tierra y sus innumerables habitantes se conciben en peligro cuando la crisis medioambiental se nos ha vuelto inteligible.

Cada proceso de concienciación debería implicar asimismo una mudanza de prácticas individuales. Así, hace años que me niego a beber agua embotellada, he reducido de manera sustancial mi consumo de todo lo que venga envuelto en plástico -desde la comida hasta los cosméticos- o esté hecho de este material -como la ropa, la mayoría tejida con fibras sintéticas- y, en general, intento ejercer una responsabilidad hacia el planeta que se manifiesta también en usar el transporte público, reutilizar objetos aparentemente inservibles, separar la basura, etc. Sin embargo, mi humilde contribución a paliar la hecatombe no es más que un posicionamiento ético frente a la ineptitud de gobiernos como el estadounidense, entre otros, empeñados en continuar su afán destructivo. Es luchar contra molinos de viento -me dije- conociendo, de antemano, la inminente derrota.

RECIENTEMENTE la ONU advirtió que, de no producirse un cambio drástico en nuestra forma de vida que pase por la implementación de políticas agresivas contra el calentamiento global, el planeta habrá alcanzado un punto de no retorno en aproximadamente once años. Más que azuzar a los ciudadanos a que cojan menos el coche y beban agua del grifo, se trataría de modificar radicalmente la economía actual, desde la industria ganadera hasta la petrolera, pasando por la textil, todo ello a escala global, con el fin de evitar alcanzar un incremento de las temperaturas que provocaría consecuencias catastróficas irreversibles. Algunas de ellas, tales como crisis alimenticias, fenómenos meteorológicos cada vez más nocivos, migraciones a gran escala resultantes de las anteriores, ya las estamos viviendo, pero su magnitud y frecuencia serían entonces insoportables.

En otras palabras: esta emergencia, cuya visibilidad es ya evidente gracias en parte al impacto mediático del movimiento inspirado por la joven activista Greta Thunberg, requiere una respuesta institucional de enorme calibre para que contemplar delfines en una playa de New Jersey no sea una experiencia dolorosa. Si hace falta mirar con otros ojos -ver muerte ante tamaña explosión de vida marina-, también es necesario votar con otras manos, prestar los ojos a quienes siguen ciegos.

* Escritora