Por circunstancias familiares, en los tres últimos años apenas he ido al cine, pero ahora que mis hijos van creciendo puedo retomar el lujo de ver películas en la pantalla grande.

La palabra «lujo» puede parecer excesiva, pero en estos tres años he comprendido que el cine no está al alcance de todos. Hay que tener dinero para la entrada, tiempo libre para ver la película y energías para entusiasmarse con una historia.

Nunca hasta ahora me había divorciado de esta sana afición. Me recuerdo, siendo muy niño, acudiendo cada tarde de domingo, después de comer, a las sesiones dobles de los cines Coliseum o Astoria, ubicados muy cerca de la vivienda familiar. Frecuentarlos una vez por semana, acompañado por los amigos (sin la compañía de los padres), suponía una auténtica bocanada de aire fresco, de libertad, de crecimiento personal. De esta forma, subyugado por la emoción, pude ver, sin perder detalle, las películas de Maciste o de Tarzán, Tiburón, y, siendo un poco más mayor, Grease o La guerra de las galaxias.

Aquella pantalla luminosa era una puerta gigantesca a un mundo fascinante, un mundo de ensueños que conseguía oxigenar la estrecha y maniatada realidad. Yo era ya entonces carne de cañón de las ficciones, ese bálsamo que nos permite vivir muchas vidas en una.

Envidio a mis hijos, con tantos años por delante para crecer al compás de las historias, sea en la gran pantalla o sobre el papel. La ficción, bien llevada, es una amiga cariñosa a la que no deberíamos dejar nunca de lado. Sin su compañía, nuestra rutinaria supervivencia sería más dura.

Por desgracia, cada poco tiempo escuchamos hablar de las dificultades de las salas de cine, amenazadas por la piratería, por plataformas como Netflix o HBO o simplemente por la desidia del público. Intuyo que aun así saldrán a flote. Las salas de cine son hasta cierto punto la medida de nuestros sueños.

*Escritor.