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Café filosófico

Víctor Bermúdez

¿Una vicepresidencia científica?

La ciencia no sabe más que nadie acerca de lo que se debe hacer con el poder

En un reciente artículo, el neurocientífico Rafael Yuste y el ingeniero Darío Gil (Que la ciencia revolucione la política, El País, 7/6/2020) proponían distintas medidas -la más destacable la de crear una «vicepresidencia científica»- con que asegurar la presencia de la ciencia en las esferas de poder, algo que, según ellos, resulta imprescindible no solo para encarar situaciones como las de la actual pandemia, sino también para tomar todo tipo de decisiones gubernamentales.

Como el artículo ha complacido a algunos de mis amigos más entusiastas (ya saben el fervor religioso que despierta el positivismo cientifista), me apresuro a refutar su tesis, no vaya a ser que la cosa animé a más forofos de las utopías tecnocráticas (esas en las que los científicos, nobles y heroicos, vienen a gobernar y salvar el mundo - opuestas a las distopías, no menos frikis, en que los mismos científicos, ambiciosos y enloquecidos, se aprestan a destruirlo -).

La primera razón por la que los científicos no deben tener poder político es que la ciencia no sabe más que usted o que yo acerca de lo que se debe hacer con ese poder. Y digo «lo que se debe» porque la política trata, fundamentalmente, de aquellos fines, normas y acciones que, por considerarlasbuenas o justas, debemos proponernos como marco legítimo de convivencia. Ahora bien, para saber qué es «lo que se debe» no vale el método de la ciencia -lo «bueno» o lo «justo» no son «hechos» observables o sujetos a experimentación-. Por eso a casi ningún científico serio se le ocurre que su competencia como tal le habilite especialmente para ser gobernante. ¿Esto quiere decir que las ciencias (la economía, la biología, el urbanismo, la propia politología…) no sean políticamente valiosas? En absoluto; los científicos deben asesorar a los políticos proporcionándoles datos y opciones, calculando las consecuencias de tales opciones y, llegado el caso, contribuyendo a su realización, pero no, de ninguna manera, intentando determinar cuál o cuáles son políticamente las más justas.

El segundo motivo para no permitir que los científicos ocupen el poder es el rechazo democrático a la vieja idea platónica del «gobierno de los sabios». Ese rechazo es fruto de la creencia (irracional, pero de sentido común para muchos) de que sobre los asuntos ético-políticos no hay conocimiento objetivo que valga (ni científico ni no científico), sino solo gustos u opiniones, por lo que la única forma de decidir qué leyes debemos ponernos es, en última instancia, la de la imposición de lo que quiere la mayoría (no por ser sabios, sino por ser mayoría). ¿Qué podría justificar entonces la pretensión de otorgar poder político a los científicos? Solo una de estas peregrinas suposiciones: o la creencia en que para gobernar justamente no se requieren criterios de justicia, o la suposición de que el conocimiento de tales criterios podría ser accesible a la ciencia (tal vez observando alguna circunvalación olvidada del cerebro). Juzguen ustedes.

El tercer motivo por el que la ciencia no ha de tener un acceso privilegiado al poder es porque, contrariamente a lo que la gente imagina, el saber científico no es ética o políticamente neutro. Que la ciencia no proporcione conocimientos éticos o políticos no quiere decir que no esté imbuida de valores o ideología (no solo la de los propios científicos, o la que se desprende de los supuestos teóricos y prácticos de su trabajo, sino también la de aquellos poderes que la sostienen institucional y financieramente). Esto explica que casi siempre haya científicos para todo (y para todo el que se pueda pagar una investigación que legitime sus propósitos).

En conclusión: los científicos tienen un rol muy importante como asesores, pero no como sujetos de decisiones políticas. La diferencia es sencilla. Y no verla clara es el primer paso para aceptar regímenes tecnocráticos en los que, en nombre de una presunta «asepsia» científica, se asumen ciegamente todo tipo de presupuestos ideológicos y se relaja el control ciudadano que debemos ejercer sobre los (cada vez más numerosos) comités de expertos que -indudablemente- requieren nuestras modernas y complejas sociedades.

* Profesor de filosofía

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