Era una mujer del otoño. Le gustaban las castañas asadas, con su olor a posguerra, los pequeños lujos que nunca supe valorar en su justa medida, solo al final, cuando la infancia de mi hijo me devolvió la mía y volví a vivir en ese limbo maravilloso en que por fin se entienden madres e hijas. Adoraba los huesos de santo, los buñuelos, las golosinas de este mes que se prodiga en dulces para hacernos olvidar el olor a frío. Se quemaba los labios con el café ardiendo, y la felicidad era el reloj de las seis en la cocina y un resto de azúcar en un hule muy usado.

Ahora me pregunto muchas veces qué hubiera pensado de estos meses pasados, de este otoño robado en el que las mascarillas no dejan ver las sonrisas y la voz se resiente en las aulas, y hay que aprender a leer en los ojos de los alumnos si han comprendido la explicación o se han perdido. Me hubiera gustado contarle tantas cosas, preguntarle por esas tareas cotidianas para las que las mujeres de mi generación siempre hemos tenido prisa, cómo se coge un dobladillo, el punto exacto de las croquetas, cómo saber si tienes fiebre posando apenas un beso sobre una frente querida. La muerte no deja de ser solo una conversación interrumpida, todo lo que no dijimos, lo que dijimos de más, siempre palabras, los cimientos de la vida.

No salía mucho de casa, pero no hubiera soportado hacerlo embozada, y eso que era de buen conformar, como todas las mujeres de su época, acostumbradas a criar, a educar, a volverse madres mucho antes que mujeres. No hubiera entendido este mundo en el que un presidente de los Estados Unidos se pasea cargado de virus haciendo alarde de una fortaleza inexistente, ni que Madrid, la ciudad que abandonó en el último tren que salió de Atocha en plena Guerra Civil, fuera un negocio, y no el hogar de tantas personas en riesgo.

Pienso en ella mucho, sobre todo estos días en que se va acercando el cambio de hora, y las tardes se difuminan en una raya anaranjada. Era el momento en que se sentaba en la mesa camilla para abrir el periódico, indignarse con las noticias, ensayando para contarlo después, para explicarme lo que ya entonces era inexplicable.

Me contaba lo que leía como si fuera suyo y me hiciera un regalo, y se asombraba como una niña si yo no estaba al tanto de cada cosa. Se indignaba con el telediario, con lo que no podía comprender. También en esto me parezco. También en esto me gustaría que se parecieran.

Toda la vida pensé que no querría ser como ella, y ahora, cuando miro los ojos de mis hijos, me gustaría ver en ellos su reflejo, la imagen que yo solo supe ver muy al final, en el otoño de la vida de una mujer que pertenecía al otoño, a la mesa camilla, a los dulces caseros, a un mundo que también yo estoy dejando de comprender, pero que no puedo dejar de mirar.