La tristeza se da la mano con la forma de vivir que llevamos.

Y llega un día en que cuerpo y mente piden calma. Poner en pausa el mundo y escuchar por fin el silencio. Ha tenido que irrumpir en escena el COVID para darnos el ALTO, detener el desenfreno de nuestras vidas e inaugurar por fin un tiempo de LENTITUD, un tiempo de SILENCIO.

Ilana Ospina es la Coach que llegó gracias a la detención de las estaciones. Llegó cruzando el Atlántico como una sirena que busca marineros varados, náufragos. Una cirujana para el mal de alma y las melancolías que quedaron atrapadas en nuestro fondo como corales.

Explorar esa melancolía, esa pena, ese modo de estar atrapada y sin rumbo, me ha llevado a desescombrar territorios en penumbra; los edificios sombríos en los que pensaba que estaban las respuestas y el bienestar. Me ha llevado tiempo descubrir que allí sólo había música desafinada, de subproductos y marcas blancas en el gran mercado del pensamiento.

El abismo se ha metido en nuestras casas. Ha invadido hasta la despensa. Pero no ha llegado solo y sin avisar. Le hemos invitado nosotros, le hemos abierto la puerta, le hemos puesto la alfombra a sus pies, el sofá principal, la comida y el mantel.

Habíamos desertado del desierto pensando que el silencio nos haría daño y la amplitud, pequeños.

Ahora ya sabemos la extensión de la soberbia.

Nos pasamos la vida mirando por la ventana, a otras casas, a otras vidas, a los que juegan y hacen deporte en el parque, a las que afinan su cuerpo de aguja desmadejándose en las pasarelas como flecos de una falda antigua. Nos pasamos la vida queriendo lo que tienen los demás, pensando que allí están unos gramos más de felicidad, el éxito, el lujo, la meta al fin.

Yo ya sabía que no era cierto, pero necesitaba más certezas y el modo de acallar del todo esas voces extravagantes que nos habitan y poseen. Por eso encontré lo que buscaba, porque buscaba y buscaba. Indagué en los marcos de las fotografías de mis padres en blanco y negro, en las cajas de la costura que mi madre dejó en herencia, en los balcones del mediodía, en la sala de estar de mi conciencia, en las urgencias poéticas de mi estantería. Busqué sin dejarme llevar por la brújula del sentido común y las coordenadas del mapa del tesoro.

Y en ese laberíntico exilio, encontré a Ilana que llegó como una carta inesperada desde el otro lado del mar. Como si al partir, uno de mis ancestros hubiera lanzado una botella con su luz dentro y el mensaje acompasado de un latido tras otro, al modo en que las olas, al llegar, se rompen en pedacitos de espuma y cristal.

Ilana, nombre profético: nos da hilo para cuando el alma se rompe, se enreda, se hace nudos y no sabe encontrar el camino. Con ella he aprendido a dibujar la respiración, esa cosa abstracta que viajaba conmigo pero de la que ignoraba absolutamente todo. Nos proporciona un pincel para colorear el corazón; o de repente esbozar un cielo donde hay niebla, o un bosque donde se desborda la laguna de nuestra melancolía.

Ahora que llegan para quedarse la vigilancia digital y la biopolítica... ahora que la Humanidad es una enfermedad que multiplica sin piedad replicantes consumistas e infantilizados... ahora que la muerte salió de los sótanos... urge huir de la sociedad del cansancio, parar, meditar.

El paraíso era yo y no lo sabía. Se extendía por mis brazos un jardín y no lo sabía. Una floresta es ahora mi casa: brota un poema por allá, una pena por aquí, una golondrina de dolor entra por la ventana, una mariposa de la tarde se posa en un jarrón.

Entonces abro el Herbario con las 424 flores de Emily Dickinson y leo «es tan poco el trabajo de la hierba»...

* Periodista