La clase política casi siempre ha estado mal vista. Desde Plutarco hasta nuestros días al pueblo llano le ha gustado poner de relieve los defectos y las condiciones más perversas de los políticos de turno. Si analizamos las críticas que los hombres públicos reciben durante su mandato, llegamos a la conclusión de que son escasos sus momentos de gloria. La mayor parte de las veces los ciudadanos los juzgan negativamente.

En muchas ocasiones, justa o injustamente, la clase política recibe las sátiras más acerbas. En general, se percibe a los políticos como individuos de palabras huecas y escasa sabiduría. Son muchos los que piensan que las conquistas sociales rara vez se deben a la clarividencia de los líderes, sino a la lucha solidaria de hombres y mujeres anónimos, que con acciones heroicas enderezan el curso de los acontecimientos sociales. Por eso, cuando la memoria ensalza a un héroe nacional, a menudo se piensa que su reputación se debe a sus biógrafos -aduladores profesionales- o a una falsificación de la historia. De ahí que no deba extrañarnos el sempiterno revisionismo y la destrucción de estatuas de héroes nacionales.

En los tiempos que corren la historia se repite. Salvo los irredentos partidarios, una gran mayoría piensa que, ahora más que nunca, la laxitud moral ha crecido y que la clase política ha asumido como normal vivir sin exigencias éticas. Las encuestan lo confirman. Ningún político obtiene el aprobado. A esto se añade el hecho de que un amplio sector de la prensa mundial critica la irresponsabilidad de la clase política española. La falta de transparencia en sus actos y la incapacidad para ponerse de acuerdo, incluso en una situación límite como es una pandemia, son aspectos negativos que los ciudadanos no acaban de entender. El pueblo por regla general anhela tener políticos más sabios, más honrados y más austeros; hombres y mujeres que se preocupen por una sociedad más justa e igualitaria. Por eso, ante este horizonte tan yermo de intelectuales que se nos ofrece, se cae en la tentación de comparar los políticos actuales con los de tiempos pasados.

Nuestros actuales políticos son los que más títulos universitarios tienen de la historia. El promedio de graduados o doctores es superior a cualquier periodo anterior. Y, a pesar de todo, la gente tiene la impresión de que el nivel profesional y cultural ha bajado y que muchos de nuestros cargos públicos evidencian ignorancias inasumibles. Quizá sea porque se constata que la clase política está sembrada de vividores que, sin ninguna experiencia profesional ni laboral, han hecho de lo público su modus vivendi. O tal vez porque evidencian un cinismo pocas veces visto, pues los políticos de la nueva casta, que antes de acceder a sus cargos se mostraron tan combativos, no renuncian a sus privilegios ni a vivir como nuevos ricos.

Independientemente de la siempre mala fama del gobernante, una cosa es cierta: la política actual se ha banalizado. También la opinión pública se ha vuelto más superficial. Se juzga más a un político por el contenido de un tuit que por la enjundia de un proyecto legislativo. Todo el discurso de un político puede resumirse en la frase de veinte segundos que espera reproduzcan los informativos. Importa más salir en horario estelar en una televisión que articular un buen discurso en el parlamento. El resultado es que el arte de gobernar está cautivo de las audiencias.

La partitocracia reinante favorece que no sobresalgan los mejores ni los más brillantes; se prefiere a los que no molestan demasiado al statu quo ni ponen en peligro el liderazgo del jefe. Estas políticas de bajo nivel ponen en evidencia la medianía de una gran parte de nuestros cargos públicos. Tenemos una élite política poco formada y muy desprestigiada. Debería tenerse presente que la gobernanza de un Estado no es un hecho tan trivial e indiferente para que lo maneje cualquiera. Tampoco el debate político debería ser cosa de redes sociales. La degradación de la política supone la pérdida de horizontes, y esto más temprano que tarde lo acaba pagando el pueblo.