A las diez en casa, por gamberros. Lo que nos está pasando es bastante inexplicable después de más de nueves meses con la pandemia a cuestas y la certeza de que al menor descuido colectivo el virus se propaga silencioso e indiscriminado, de forma letal y esperando abultar las listas de infectados, luego de hospitalizados y finalmente la relación de fallecidos.

El Gobierno regional se ha resistido pero viendo la cara el jueves en la rueda de prensa del vicepresidente segundo y consejero de Sanidad, José María Vergeles, están muy enfadados además de preocupados al máximo.

Una comunidad que fue distinguida en la primera ola por haber llevado a cabo la mejor gestión de la pandemia, sale ahora en todos los noticiarios como la peninsular con peores datos, cuando su estructura poblacional, de muy baja densidad demográfica, haría pensar en lo contrario. Después de los días de compras alentados por la publicidad, el puente alargado de la Constitución, y el ensayo de apertura, fracasada, del Plan Navidad y un primer fin de semana con retraso del toque de queda, las cañas de Nochebuena fueron un espectáculo alarmante en muchas localidades, de modo que a partir de este fin de semana se notará su efecto en contagios y hospitalizaciones.

Esta semana, el miércoles-jueves, se llegó al de momento récord de nuevos contagios, 936, a los que aplicándole la tasa nacional de mortalidad, que es el 2,6%, sale que de esos extremeños a los que se ha detectado la covid, 24 tienen según la estadística todas las papeletas para morir. Pensando sobre ello, y tratando de imaginar las caras de esas 936 personas, quizá a algunos ciudadanos se les quiten las ganas de hacer tonterías si representamos esa escena de todos agrupados, sabiendo que para 24 rostros, después de un padecimiento en planta y UCI, todo se podría acabar en el plazo de un mes o mes y medio.

Pero hemos seguido viendo alegres reuniones de terraza en las que para la mayoría el estar ahí sentados era una licencia para librarse de la mascarilla. Las hay de convivientes, sí, pero también de amigos, que en esa confianza que siempre han tenido, incluyen la de que nos llevamos tan bien con ellos que nada malo puede esperarse; cómo entre amigos nos vamos a hacer esa faena.

Mal, muy mal comienzo de año para una Extremadura con graves problemas económicos, de empleo, demografía y futuro, que desde este viernes se ha quedado en silencio a las diez de la noche, una hora en la que durante fiestas como esta se situaba el momento de empezar a arreglarse para salir de marcha. Entiendo la represión que ello supone para los jóvenes, porque para los que tenemos edad y como yo además detestamos la pésima afición española a la nada cívica costumbre de hacer ruido a cualquier hora, un toque de queda a las doce de la noche es toda una bendición; poder cumplir el deseo de dormir con la ventana abierta sin aguantar voces ni pitidos, acelerones, altavoces rodantes, ni los delictivos escapes libres de algunas motos.

Entiendo el sacrificio de una juventud aquejada de un paro escandaloso, que a todos nos debe avergonzar, y a la que estamos cortando sus hábitos muy asentados y peculiarmente españoles de diversión, pero si de verdad quieren salir de esta cárcel de costumbres, de horarios nocturnos casi de golpe militar, hay que entregarse a los últimos esfuerzos.

Y a los maduritos, como dice el vicepresidente Vergeles, hay que decirles que ni mucho menos se las saben todas; no son los listos de la clase, con menos riesgo teórico que los mayores pero una experiencia que le impide cometer errores juveniles, no. Todo su vigor físico de la edad madura se puede venir abajo por este verdadero invento vírico del maligno, y quizá no fallezcan, pero pueden quedar muy tocados.

Entre la sorpresa aún fresca de que solo se estaban rastreando contactos de las últimas 48 horas de los infectados, pedir por tanto un último semestre de sacrificio a todos.

*Periodista