Nos conocimos en sede judicial, en el despacho de su señoría. «¿Miguel Celdrán Matute? Pase, por favor. ¿El DNI?» No recuerdo si medió saludo. Nuestras firmas se cruzaron al pie de su declaración. De eso hace ya treinta años. Él acababa de llegar al PP (y al ayuntamiento) y yo estrenaba toga. Supongo que no hicimos otra cosa sino lo que teníamos que hacer: él, señalar a quien había metido la mano en las arcas municipales y yo, defenderlo como mejor pude. Aún recuerdo su declaración, su desparpajo y la manera tan limpia que tenía de echar la muleta de la verdad, su verdad, por delante. Así que nuestra amistad empezó reñida y, entre nosotros, quedó cierto recelo.

Luego, siendo él ya alcalde, me recibió en su despacho por varios asuntos. Eran los tiempos en que «cuando Dios hizo la luz el Ayuntamiento de Badajoz ya debía varios recibos». En que no había gasolina para las motos de los municipales y a las puertas del despacho de Nicasio Monterde se agolpaban los acreedores (entre ellos, algunos de mis clientes). Fuera como fuera, y aún por mal que fuera, al despedirnos me quedaba la sensación de que estaba ante un hombre bueno. Un hombre bueno que no iba de bueno, y que, quizá por eso, no resultaba jamás falso. Ni falso, ni arbitrario. Y aquel primer recelo acabó desapareciendo.

En una ocasión le pedí ayuda económica para celebrar un importante (al menos para mí) congreso en Badajoz. «Ni un duro, pero de lo otro lo que quieras». Y apareció, sin protocolo ni anuncio, por la Plaza Alta, esa que bien mereciera llevar su nombre, para recibir a los congresistas, para hacer de guía y hasta para contarles eso de que «Dios, el séptimo día, después de crear el mundo, ¿saben qué hizo?, se vino a descansar a Badajoz». Y me puso en deuda.

Más tarde, metido yo en asuntos futboleros, me tocó lidiar repetidamente con él en nombre del club. Estos días son muchos los que han recordado a Miguel como maestro. No mienten. Allí, en su despacho del palacio municipal, me enseñó que no se puede querer al Club Deportivo Badajoz si no se quiere aún más a Badajoz. Que el club, siendo importante, no lo es todo y que por delante va el bien común de los pacenses. Creo que otra vez hicimos, él y yo, lo que debíamos hacer, o dicho en sus propias palabras, que «no es lo mismo chutar que parar». Defendió lo de todos sin merma y, en lo que estuvo en su mano, se entregó a nosotros por entero. Celdrán era el sentido común. Supo rodearse de gente preparada y honrada, «aquí se puede meter la pata, pero no la mano». Así que, como alcalde, le fue bien. Y a Badajoz, como ciudad, también. Solo dejó una batalla por librar, solo él podía haber disputado a Rodríguez Ibarra la Junta. Pero pudo más Badajoz.

Un par de días antes de dimitir, allá por el 2013, vino a comer a La Cuchara. Fue una jornada memorable. Al llegar, a eso de las dos, dijo que Malili le había dado permiso hasta las once, y solo llegadas las once menos cuarto excusó su presencia; hasta ese momento, durante nueve horas de mesa y sobremesa, nos tuvo embelesados a todos los cuchareros. Creo que fue buen padre y buen marido, al menos, esa noche a las once estaba en casa.

Como escribió ayer su buen amigo Alberto González, no necesitaba del cargo para adornarse el pecho. Le quisieron antes y le hemos querido después. Nuestra amistad se estrechó en la Cope. El día en que los palomos echaron a volar compartíamos micrófonos; él estaba allí por alcalde, yo para hablar de la buena mesa de Badajoz. José Manuel Gordillo fue el muñidor. Cuando Miguel -ya Miguel para mí- dejó la casa grande acabó participando en una tertulia radiofónica en la que, junto al propio José Manuel Gordillo, participábamos Román Prieto y yo. Y me fue creciendo dentro el respeto y la admiración por un hombre bueno que no iba de bueno. Por un tipo que en las fotos se me antoja siempre triste. Quizá esa fuera su grandeza, la voluntad de poderle a la melancolía de vivir; la disciplina de regalar a cuantos se le cruzaban la alegría de vivir. Ese era su don. Creo que Miguel supo vivir con todo el desenfreno del que es capaz un hombre honrado. Supo vivir y supo dejar vivir.

Estos últimos años, antes de la pandemia, en ocasiones, solíamos comer juntos los cuatro: él, José Manuel, Román y yo. Creo que la última vez fue en Marchivirito. José y yo le arrastrábamos al lujo, aunque él fuera, más bien, como Machado, de beber el vino de las tabernas. De esa última vez tengo una foto; él, como siempre, mira distraído a la cámara. En el teléfono, también, su último mensaje; me había oído en la radio, a su parecer, exultante y feliz en extremo, así que escribió: «Fernando, dime qué supositorio hay que ponerse para ser así de feliz». Y fin.

Ahora que se ha ido, se ha estrechado mi mundo, Badajoz se me ha estrechado. Ahora que le veo irse, a contraluz, como John Wayne, honrado y fuerte, en la escena final de Centauros del Desierto, calle del Obispo abajo, del ayuntamiento a su casa y vuelta, pisando las calles de Badajoz, enamorado de su gente, ahora estas letras (y esta copa del vino recio de las tabernas) van por usted, Don Miguel. Y en eso que se gira y dice: «¡El coño tu tía!».