Ayer, una luna llena que parecía un sol derramaba su luz incandescente sobre la primera noche del cambio de hora. Esa mañana había tocado la vieja pantomima de girar las manecillas de los relojes antiguos, de la sorpresa infantil de ver cómo se habían adelantado solos el móvil y el ordenador, de saber, otro año más, que el coche ya no marcará el tiempo correcto hasta el siguiente cambio. Con una noche así, después de una tarde de parques y risas, era fácil pensar que nada había cambiado. Todo estaba en su sitio, y así era. Desde el I Concilio Ecuménico de Nicea en el año 325, la Semana Santa se celebra el primer domingo de plenilunio después del equinoccio primaveral, y de ese modo ha ocurrido año tras año, incluso este, en que todo parece del revés. Desde la terraza, no se veían filas de coche camino de la playa, ni habíamos ido a recoger los ramos ni teníamos la agenda llena de reencuentros y celebraciones. Las maletas descansaban en el trastero, no habría barbacoas familiares con todos los hermanos, ni bromas sobre la consistencia rocosa de mis bizcochos ni excesos que lamentar con hipocresía y sin propósito de enmienda antes de la operación bikini. A lo mejor tampoco habría bikini, ni veranos de avión y países nuevos, o gargantas de agua helada y olor a hierbabuena. Pero ayer, la luna derramaba una luz casi naranja sobre el puente, de vuelta a casa. Y era Semana Santa, una fecha establecida en el calendario siguiendo patrones de hace siglos. Y habían vuelto a cambiar la hora, y yo iba a vivir hasta octubre con el reloj del coche trastocado, con la misma pereza de siempre.

Era tan fácil pensar que la pandemia acabaría por convertirse en un paréntesis en medio de toda esa inmovilidad, de ese discurrir del tiempo como arena entre los dedos. Que las vacunas traerían una esperanza de volver a lo que una vez tuvimos y fue nuestro. Todo parecía en su sitio, y así era. La mano de mi hijo pequeño en la mía, el cubo, la pala, el parque atrás, el andar casi sin rozar el suelo de mi otro hijo tan cerca, tan lejos de esos mismos columpios no hace tanto. Los amigos. Algunas risas. El cansancio del final del día. La promesa de más tardes que nos parecerán interminables pero que terminarán sin que nos demos cuenta. La leve esperanza de un olor a primavera que apenas se percibe con las mascarillas. Puede que este año tenga que ser de nuevo así. Sin coches, sin maletas, sin abrazos ni reencuentros, sin el sacrificio de humo de las barbacoas, pero llegarán días mejores. Porque está la luna. Su luz casi incandescente. Como hace tantos siglos. Y esa inmutabilidad debería consolarnos. Y eso basta.

*Escritora y profesora