Dios debe estar pasando unos días en Extremadura porque hay un rastro de santidad por donde miras. Hay una senda, un itinerario saturado de belleza lloviendo en los tejados, en los acebuches con sus ramitas retorcidas que anticipan la fatalidad de estos días. Extremadura entera con su alboroto de olivos parece el escenario de un mal augurio.

Aún así Dios debe estar pasando unos días en Extremadura. Se advierte su presencia entre tanta flor. El campo se ha vestido de él. Pues ¿qué es entonces la inextinguible pradera cuajada de amapolas? ¿No son acaso estos requiebros las salpicaduras que salen de su cuerpo tras cada latigazo?

Mirando el trigo, tiene uno la sensación de estar en las alturas huyendo del azote y el quebranto. Se barrunta un cataclismo y en los caminos, se intuye la peripecia de Jesús que va hecho un Cristo.

Va dando tumbos de dolor… descomunal, ilimitado.

Un trozo de hombre se abre paso entre las calles vacías, espaciosas; es una travesía de ventanas cerradas, persianas bajadas, cortinas inamovibles. Callejas que convergen en los cementerios del mundo. Subterfugios que desaguan en la perspectiva de un monte sembrado de calaveras.

Hay avenidas diáfanas, alfombras que absorben el grito, la sacudida, la contracción por cada latigazo de esa calamidad llamada Jesús.

Va por las calles extremeñas llevando su quebranto. Se oye la rociada del odio. ¡Más que eso! se percibe la irrigación de una indiferencia que deja a Jesús solo en la calle, menguado, abandonado a su incómoda suerte.

Nadie sale a verle.

Se han ido los viejitos de las casas por donde pasaba Jesús pidiendo un buchito de agua. ¿Quién le abrirá las puertas para darle un descanso? Y ¿quién prestará oídos al arrastre de cadenas? ¿al roce de la cruz en el asfalto?

Están hirviendo las calles del principio de la primavera. Los olivos salvajes ya piden a su Cristo en oración. Amueblado está el campo para la escena de la Pasión. Adornados, guarnecidos están los montes y valles para ver pasar a Jesús caminar malherido, desahuciado de toda dignidad.

Un Jesús que parece incurable de tan doliente y agónico. Lleva por equipaje el hombre una Cruz. La lleva como un fardo de hierbas sobre los hombros, es una traviesa de muerte que le atraviesa hasta el Mediodía. Un madero le traspasa el corazón. Maldita la impureza de ese travesaño.

Allí clavadas están ya las espinas, a flor de agua entintada, oscurecida… Donde había luz ahora hay un patíbulo. El mundo se ha manchado las manos.

No se oyen más lamentos que el de las campanas con su rigor de muerte en el compás. El aire nos trae a ráfagas el incienso que acompaña el caminar de Jesús por este mundo.

Emanaciones de alguna oración evaporada entre los siglos llega hasta nosotros dando saltitos entre los espinos. Jesús se pincha y el mundo se estremece, pero la primavera permanece inmutable, sosteniendo la poca belleza que aún depara la mirada.

La traición es una flor entre nosotros. La acostumbrada flor que prospera y se acrecienta entre los hombres como una maldita herencia. La traición es esa yema constante que se abre paso como el sol de un huevo cuando se derrama en el plato.

La traición es la rotonda del mundo donde andamos dando vueltas y más vueltas.

Pero Dios ha venido a vernos. Viene a arar nuestros campos, a peinarnos la frente, a sacudirnos el barro, a coronarnos de brotes…

Yo le he visto estos días entre las retamas. Le he visto repartiendo gajos de cielo, pámpanos de eternidad, hierbas de la bondad. Le he visto entre el verde y la frescura que envuelve a Extremadura; entre los cántaros que chorrean de la tierra su claridad…

He visto a Dios a raudales, acompañando al hijo hecho un Cristo, desprovisto de todo amor. He visto al fin la enormidad de Dios.

*Periodista