Donde dije digo, digo Diego. A mediados de la semana pasada la Agencia Europea del Medicamento se corregía a sí misma al reconocer que los casos de «inusuales trombos» deben incluirse como un «raro efecto secundario» de la vacuna Astrazeneca. Apostillaba, no obstante, que «sus beneficios generales en la prevención de Covid-19 superan los riesgos». La ciudadanía, sin embargo, empieza a pensar que los únicos beneficios palpables, de momento, son los de las farmacéuticas, mientras que los riesgos son ‘patrimonio exclusivo’ de la población. La frustración por tener que aceptar de forma pasiva las arbitrarias decisiones que se toman sobre nuestra salud y la de nuestros seres queridos va en aumento. Y el personal anda con el pescuezo en un hilo a la espera de ver cuál será el último giro de tuerca en esta historia que parece ya interminable. 

Porque si no fuera para llorar, sería material de chiste de Jaimito, vaya. ¿Se acuerdan de que Astrazeneca era la opción con la que se empezó a inocular a miles de trabajadores en España, una inmensa mayoría, docentes, personal sanitario y de los cuerpos de emergencias menores de 55 años? Pues con las nuevas ‘evidencias’ ahora resulta que no es recomendable más que en el grupo de 60 a 69, al menos en España. Porque en Finlandia, Lituania y Suecia, solo se administra a los mayores de 65. En Francia, a los de más de 55. En Alemania, a los de más de 60 y en Islandia, a los de más de 70. Muy coherente y muy científico todo, señores. Nos quedamos mucho más tranquilos. Sobre todo porque en lo que parece que coinciden todos es en que no se debe poner a los menores de 55 años, que es precisamente a los que se ha estado vacunando en nuestro país. 

De manera que este grupo de personas, que viven estos días preocupados, se desayuna cada mañana con alguna nueva matización sobre la vacuna en cuestión, que depende de la zona geográfica dónde tengan la suerte de vivir. A saber, en Extremadura el consejero de Sanidad ha dicho que las 31.384 personas que ya han recibido la primera dosis de la fórmula de Oxford, y que ahora por edad no debería recibir una segunda, deben estar «tranquilos». Ha asegurado «que no hay prisa» y que podrían quedarse con esa sola dosis, o se le podría inyectar una segunda de los preparados de Pfizer o Moderna. Y se ha quedado tan ancho. 

Necesitamos que nos trasmitan seguridad, certezas. La incertidumbre y el miedo son sin duda los peores enemigos de la ciencia. Y sí, con los números en la mano los casos de trombos son pocos: en Reino Unido se ha informado de 79 casos, en un total de 20 millones de dosis administradas. Pero la idea de que puede tocarte a ti, a tu padre o a tu hermana, echa para atrás al más pintado, sobre todo teniendo en cuenta que hay otras vacunas disponibles en el mercado, aunque sean mucho más caras. ¿Quién le pone precio a nuestra salud? Los seres humanos somos egoístas, ya se sabe, y a ninguno nos gusta que nos toque ‘bailar con la más fea’, o en este caso, la ‘vacuna mala’. En esta pandemia los ciudadanos hemos tenido que hacer muchos sacrificios, unos más que otros, ahí están las colas del hambre para atestiguarlo. Y aunque se han cansado de repetirnos que el virus no discrimina a nadie, cada vez parece más claro que en la inmunización contra la enfermedad, el sistema no está siendo para nada igualitario. Y eso cada vez resulta más difícil de digerir, sobre todo porque las razones no son nada transparentes.

Todos tenemos claro que hay detalles que se nos escapan a la hora de decidir qué grandes multinacionales, qué países, se están llevando la mayor tajada de ese pastel tan sustancioso que son las vacunas contra la Covid-19. Relaciones internacionales e intereses económicos o políticos, que parecen estar por encima de la salud de los ciudadanos. Pero por lo menos deberían esforzarse en vendernos mejor la burra. Pedro Sánchez, por ejemplo, dice ahora que no descarta comprar la fórmula rusa, Sputnik, cuando hace poco criticaba a Ayuso por explorar esta posibilidad. Y al parecer los ciudadanos lo único que podemos hacer es aceptar con resignación y puños apretados, la elección que papá Estado haga sobre qué fármaco es el más adecuado para nosotros, pobres mortales. Pues a lo mejor no, quién sabe.

* Periodista