Tengo un traje de flamenca sin estrenar y que este año tampoco va a pasearse por el Real. Y duele verlo ahí, con sus lunares y volantes, como una promesa de amor incumplida que sigue susurrándote lo que pudo haber sido y ya no.

A otros les pesa el vacío sus medallas rocieras, sus pañuelos rojos, sus cachirulos, sus capirotes...

Y eso no es sólo porque en España seamos juerguistas, bullangueros y callejeros, que también, sino porque el paso del tiempo se hace mucho más palpable en lo que perdemos y no vamos a recuperar. Que nos consolamos con que habrá otros chupinazos, otras ofrendas... pero serán otras, no las que tuvieron que ser. Y no se acaba el mundo, desde luego, por esta vida descafeinada que llevamos, pero reconozcan que de alguna manera a todos nos tiene un poco tocados.

Seguramente tiene que ver con habernos hecho (más) conscientes de lo efímera y frágil que es la vida. También con no ser dueños de nuestro tiempo o nuestro espacio, de la posibilidad de elegir.

Imagino que si has nacido bajo un "felicísimo régimen totalitario" todo esto te parece normal; vive como te digo, ve donde te digo, quieto donde te digo... Por suerte en España ya somos una mayoría nacida en los estertores de la Dictadura y en la Transición, y sabemos lo que es la libertad de elección (aunque alguna ministra crea que ha venido a descubrirnos la pólvora) y que podemos decidir cómo vivir. O cómo no hacerlo, que es aún mejor.

Por eso algunos llevamos tan mal esta pandemia: porque aunque los agoreros nos quieran vender la moto de que no somos una democracia, lo somos. Con todas sus imperfecciones, sus posibles mejoras, su exceso de políticos y cargos a dedo... en fin, con todos esos extras que ya conocen y que habría que pulir.

Intenten imaginar una forma de vivir que censure lo que lees o lo que escribes. En qué casa puedes vivir, dónde no puedes ir de vacaciones, cuánto puedes ganar por tu trabajo, cuántos hijos tener, a qué hora no puedes andar por la calle... Maravilloso, ¿a que sí?

Siempre he dicho que no necesito perder nada para valorar todo lo que soy y lo que tengo, pero es verdad que esta maldita pandemia nos ha abierto los ojos para apreciar más hasta nuestras pequeñas miserias, nuestras rutinas y nuestra normalidad anormal.

No creo que el mundo vaya a ser mejor después de todo esto, ni que hayamos aprendido mucho aparte de que hay una infinidad de maneras de limitar las libertades de forma implícita o sutil. Y me da un poco de miedo haber descubierto los pequeños chivatos, espías y aprendices de tiranos que se han destapado con los confinamientos.

Porque se irá el Covid, pero esas formas de ser continuarán ahí latentes, esperando para señalar con el dedo todo lo que consideren fuera de la norma. Como los vecinos cotillas, los escudriñadores de las redes sociales y los envidiosos de la felicidad ajena.

Eso no habrá vacuna que lo cure.

*Periodista