La nave de subastas rompió en ovaciones a Miguel Bosé. Era 1997 y el cantante compraba retintos en la Feria Internacional Ganadera de Zafra. Acababa de adquirir un ejemplar selecto, que le costó más de un millón de las pesetas de entonces. Un mayoral a su lado le hacía señas para indicarle los animales por los que debía pujar. Se dejó una millonada con más de doce retintos, los suficientes para fundar una ganadería de primera. Al año siguiente, el cantante saludaba al por entonces un jovencísimo príncipe Felipe en su visita a la FIG.

La emisión el domingo de la entrevista realizada por Jordi Évole -con raíces en Garrovillas de Alconétar, por cierto- me trae a la memoria esos recuerdos, ahora ensombrecidos por una imagen decadente del artista, sin voz, demacrado, obeso, y que enarbola con vehemencia la bandera del negacionismo del covid-19.

Poco duró el romance de Bosé con la ganadería. Tampoco tuvo mejor suerte con su empresa cárnica en Montánchez, que en 2017 fue comprada por Valle de los Valfríos de Oliva de la Frontera, después envuelta en un escándalo de venta de carne en mal estado.

Me apena muchísimo ver a Miguel Bosé en su estado actual, con un hilillo de voz, entre gutural y cavernosa, con los ojos hundidos y repintados, que nada tiene que ver con el espigado aspirante a ganadero de finales de los noventa. Bosé no deja de ser un ‘niño de papá’ –aunque reniegue de las aficiones taurinas y venatorias de su progenitor- que ha dispuesto de una fortuna inmensa para hacer lo que le daba la gana. Y está en su derecho de hacerlo. Fue siempre original y tuvo un radar especial para escandalizar con sus faldas y una estudiada ambigüedad. Además, fue muy generoso con quienes quiso. Y sobre todo, Miguel Bosé nos enseñó el valor de los signos de puntuación. No es lo mismo Seré tu amante bandido que Seré tu amante... bandido.