No se puede escupir al cielo, te cae en la frente en menos que canta un gallo, aunque a veces sea un despertar. El mes pasado se me retorcieron las tripas con el luto oficial por la muerte del Duque de Edimburgo en el Reino Unido. Consideré indignantes y exagerados los días de luto, las banderas a media asta y la cancelación de eventos deportivos y electorales para honrar el deceso de un señor de 99 años, cuya labor en su longeva existencia había sido literalmente vivir a cuerpo de rey durante 73 años y caminar (dato muy importante al parecer), siempre dos pasos detrás de la reina, su mujer. Y no es solo que me generara rechazo inmediato, porque no soy muy monárquica que digamos, es que me pareció un corte de mangas en toda regla a las familias de los más de 100.000 fallecidos por coronavirus en tierras británicas, a los que pocos homenajes se les ha rendido desde que empezara la pandemia. Y de pronto, la semana pasada, la muerte de dos periodistas españoles en Burkina Faso, me ha hecho aceptar lo equivocada que estaba y recordar que para el ser humano, por encima de las tragedias mundiales, están las pérdidas personales, esas que te encogen el corazón, porque al final, a cada uno le duelen sus muertos. 

David Beriain y Roberto Fraile rodaban un documental sobre la lucha de las autoridades burkinesas contra la caza furtiva cuando fueron asesinados, según las últimas informaciones oficiales, por un grupo yihadista. Desde que me enteré de la noticia, todos los homenajes me han parecido poco: los titulares en primera, los minutos en televisión o el dolor palpable en las redes sociales. Beriain era un referente para todos aquellos que amamos nuestra profesión, y que en algún momento de nuestra vida soñamos con ser reporteros de guerra, porque de alguna manera representaba todo lo que los demás no tuvimos el coraje o el talento de alcanzar. Y el hecho de que él tuviera los arrestos de contarnos lo que sucedía en Irak, Afganistan, México, Colombia o Venezuela, acallaba nuestra conciencia y nos hacía sentirnos mejor con nosotros mismos, porque sabíamos que alguien ahí fuera seguía haciendo esa labor esencial y necesaria, que es la base de lo que para mí es el verdadero periodismo: contar lo que otros no quieren que cuentes, mientras el resto del mundo mira hacia otro lado, por ignorancia o por miedo.  

Por eso su muerte y la de Roberto Fraile se merece por derecho propio un lugar importante en la actualidad y en la memoria, sin que el macabro recuento de fallecidos con el que nos hemos acostumbrado a vivir en el último año, la eclipse o ponga nada en perspectiva. Porque es ahí donde yo erraba con mi arrogante opinión sobre el fallecimiento del marido de Isabel II. Las pérdidas no se miden, o no se deberían medir, por comparación o por importancia, sino por las vidas y los corazones que ha tocado la existencia o el trabajo del que se va. Es fácil dejarse llevar por el dolor y la impotencia que genera una tragedia del calado de la actual crisis sanitaria mundial. De alguna manera tenemos entumecidos los sentidos y la sensibilidad y quien más y quien menos se ha puesto, sin ser plenamente consciente de ello, una coraza en el alma, para intentar sobrevivir a este siniestro episodio de muerte cotidiana que nos venden como «nueva normalidad». 

El coronavirus nos ha arrebatado muchas cosas en estos meses. Algunas tan grandes y necesarias como la libertad, los abrazos o los besos, pero no deberíamos permitir que altere o relativice de ninguna manera nuestra capacidad de conmovernos ante lo que a cada uno nos pellizque el corazón. No debería haber otra escala para medir una tragedia que no sea la del impacto que tiene en la vida de cada uno y el cómo nos cambia, por dentro o por fuera, para bien o para mal. Así que quizás ha llegado el momento de dejar de compararlo todo con los estragos que causa la pandemia y dejar de sentirnos culpables por tener otras preocupaciones y otros ‘dolores’ que merecen nuestra atención y respeto. Porque este virus no ha eliminado los decesos por otras causas, aunque a veces lo parezca, ni ha evitado otras enfermedades, ni mucho menos ha borrado del mapa otros males profundamente arraigados en nuestra sociedad. La vida sigue. La muerte sigue. No lo olvidemos.

*Periodista