Los nacionalismos siempre me han parecido una enorme catetada, el recurso de los mediocres para sentirse diferentes; qué digo diferentes, superiores, porque la base de todo nacionalismo es que nosotros somos mejores que vosotros, formamos el pueblo elegido y por eso merecemos más de todo. Los demás siempre serán los impuros, los subdesarrollados, los vagos, los más morenos, más bajitos, los que no tienen lengua propia…

A esta inventada superioridad se le añade un punto de victimismo, de imaginaria opresión, y se agita con una dosis bastante grande de reescritura de la Historia, porque el nacionalismo no busca la igualdad ni la equiparación con otros pueblos, sino erigirse sobre ellos: victimismo y reparación, recuerden.

Tendremos así una ideología indiscutible que, si pretendiésemos someterla a una crítica racional, seríamos vistos como traidores al grupo, al pueblo, a la nación, a la raza.

De este modo se fragua el movimiento continuo y perfecto: miles de personas que se creen tocadas por un derecho divino que ha de prevalecer sobre las vidas de los demás. Y siempre habrá líderes, unos pocos gurús que deciden qué es válido y qué no, quiénes son los que gozan de la categoría de pureza y qué actitudes están dentro o fuera de la norma. Y esos serán también quienes cambien esas categorías y normas a conveniencia, según los tiempos y circunstancias. Y sus antojos, claro.

Es entonces cuando aparecen dos tipos de nacionalistas: los que son tan bobos como para creerse esas absurdas teorías de superioridad, y los que entienden que es todo un camelo gracias al cual pueden vivir mejor. Ambos perfiles defienden con la misma vehemencia los principios diferenciadores y los veneran a través de símbolos, reales o inventados, a los que convierten en sus becerros de oro: banderas, fechas históricas y supuestas diferencias raciales (hasta genéticas si me apuran) que dan visos de realidad a su pantomima. Y una lengua. Cualquier lengua, real o inventada, es el culmen de la creación nacionalista, da igual si resucitamos un dialecto o lo inventamos a partir de la nada.

¿Y al final, saben qué? Que todo se reduce a no enfrentarse a su propia individualidad. Es el miedo a tener que demostrar su valía como seres únicos, sin el respaldo del paraguas del grupo o la masa, así que es mejor esconderse detrás del rebaño, balando las consignas adecuadas y siguiendo al del cencerro.

Háganse un favor: no sean ovejas. Elijan pasear en solitario. O en buena compañía. Pero decidan por ustedes mismos.

* Periodista