Acostumbrados a «todos y todas», no ha sorprendido que la ministra Irene Montero optara hace unos días por la triplicación «todos, todas y todes», replicada con verbos («ser escuchados, escuchadas y escuchades») y sustantivos («hijos, hijas e hijes»), en su reivindicación del lenguaje inclusivo. Solo ha extrañado que confundiera sexo y sexualidad, ya que la duplicación «todos y todas» sí se puede entender como reivindicación de la igualdad de los sexos, puesto que son dos, pero el triplete «todos, todas y todes solo puede referirse a la variedad sexual, cuya reivindicación no puede ser la de la igualdad de los sexos, sino la de la multiplicidad sexual.  

Nada que ver el lenguaje inclusivo con el feminismo, ya que la preocupación del feminismo no es que la mujer figure junto al hombre en los créditos de nada. Para el feminismo, la mujer es una clase social (Lidia Falcón) y, como tal, debe hacerse con el poder, al modo que lo hizo la burguesía o la clase obrera, porque la igualdad real de los sexos es la igualdad de poder. 

El feminismo ni siquiera presta atención al lenguaje inclusivo, porque considera que reivindicar la igualdad de los sexos así es frívolo: es decir, o forzando las palabras hasta lo grotesco («Yo he sido cocinera antes que fraila», dijo la vicepresidenta Carmen Calvo en su época de ministra de Cultura, año 2005) o desdoblándolas hasta lo insoportable, como aquellos carteles sindicales: «Compañeros y compañeras, nuestros delegados y delegadas han hablado ya con los encargados y encargadas para pedir que la media hora de pausa de los trabajadores y trabajadoras coincida con la hora de ocio de nuestros hijos y nuestras hijas».

 Aunque peor que los desdoblamientos es la brutalización lingüística y del sentido común que producen algunos de ellos, como el «jóvenes y jóvenas» de Carmen Romero, pionera en España del lenguaje inclusivo, o «los miembros y las miembras» de Bibiana Aído, primera ministra de Igualdad. 

El lenguaje inclusivo en España nunca se ha tomado en serio. Y, aunque tiene respaldo político (nunca tanto como ahora, desde luego), los únicos resultados formales se han producido en los libros de estilo de los periódicos, los manuales del Instituto de la Mujer (algunos bastante sexistas, todo hay que decirlo) y las miles de guías dirigidas a los adolescentes, que los adolescentes no leen porque están a lo suyo, o sea, en plan..., cómo te diría, tía..., en plan... lo típico. Lo más cerca que ha estado el lenguaje inclusivo de oficializarse y tener cierto carácter institucional fue cuando la RAE estuvo a punto de modificar la Constitución, a petición del Gobierno. Pero la respuesta de los académicos fue la de sus lucernas. Cada lucerna, un voto. Cada voto, una lucerna. 

Este miércoles, 28 de abril, sin embargo, el Boletín Oficial del Estado publicó el Real Decreto 289/2021, que en su disposición adicional única, dispone: «Las referencias que se hacen a (enumera aquí oficios, especialistas, responsables, etcétera) deben entenderse hechas respectivamente a instalador o instaladora, reparador o reparadora, conservador o conservadora, las personas trabajadoras, las personas operarias cualificadas, un técnico o una técnica con titulación universitaria, el personal responsable técnico, las personas socias, operador u operadora de grúa, el médico o la médica, un o una profesional habilitada, la o el fabricante, la persona titular de la empresa, el representante legal de la empresa, así como la interesada o interesado».

Es decir, la obligatoriedad del lenguaje inclusivo queda así decretada. Incluso a pesar del lapsus «un o una profesional habilitado», ya casi al final del texto, cuando una duplicación más habría supuesto poco, una barrita y una vocal: «un o una profesional habilitado/a». Pero el lapsus es achacable a la fatiga del redactor o la redactora. Tantos desdoblamientos.