Hace diez años conocí a Jesús, aunque entonces no supiera muy bien quién era aquel tipo con el que acabaría compartiendo varios años de activismo e investigación. Apenas nos habíamos conocido unos días antes, cuando sus piernas se abrían paso, torpemente, entre la hilera de cuerpos desparramados bajo la Torre de Bujaco, en los soportales de la Plaza Mayor de Cáceres. Nos encontrábamos a mitad de mayo de aquella primavera del 2011 que los medios bautizaron como la de «los indignados», aunque no fuéramos muchos los que nos reconociésemos en esas palabras. De esos días al raso aún recuerdo el calor extremo y duro que parecía honrar la tierra del que nacía, implacable sobre las cabezas durante el día, apegado a la piedra al caer el sol. También, la sensación de haber arañado un pequeño espacio a los ritmos de la zona más turística de la ciudad, entre el ir y venir de visitantes, cámara en mano, y los comentarios de quienes se paraban a leer las pancartas extendidas en el suelo, a los pies de las escaleras: «La bolsa o la vida», «¡Democracia real ya!», «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros».

Echando la vista atrás, hay quienes vieron en el Movimiento 15M la expresión pública de un estado de ánimo. Por un lado, la ocupación de las plazas se entendía como una muestra del descontento con un sistema bipartidista al que ya comenzaban a asomarle las costuras, apuntaladas con mayor o menor acierto desde hacía décadas. Por el otro, los cánticos de «no nos representan» suponían una llamada a la impugnación de los sentidos comunes de la época: los de la salida regresiva de la crisis y los de la inevitabilidad del rescate bancario; pero, especialmente, los que nos invitaban a esconder las vergüenzas entre los nuestros, los que nos hacían asumir que la quiebra vital que nos atenazaba era una responsabilidad propia, ya fuera por no haber sabido cumplir las expectativas de un sistema generoso con algunos y despiadado con los más, ya fuera por haber vivido por encima de unas posibilidades que pocos llegábamos a entrever.

Como en el ejemplo que abre el texto, el rumor de las plazas todavía es reconocible entre quienes allí nos encontramos y decidimos caminar en común, paso a paso. Porque el 15M no fueron solo las imágenes de las plazas abarrotadas o de las cargas policiales al caer el sol, aquellas que acotaban el movimiento a lo que sucediera alrededor del foco informativo de unas pocas ciudades –las mismas que, a nuestro pesar, hoy continúan dirigiendo la brújula del interés mediático–. Por el contrario, el 15M también debemos buscarlo en ese tránsito del espacio público al tejido asociativo de los barrios, a la multitud de iniciativas reimpulsadas desde la indignación; en todas aquellas experiencias de cuidado entre vecinos, de apoyo a los más golpeados por la crisis, a las personas desahuciadas, a quienes les sobraba mes a final de sueldo, a las que ya entonces encarnaban las colas del hambre.

El 15M también fueron todas las vivencias de quienes, en Extremadura, orgullosamente pusieron el acento en la dignidad de sus gentes. En la Corrala Solidaridad de Almendralejo, cuando las instituciones públicas miraban para otro lado sin ofrecer una alternativa habitacional a dieciséis familias. En las marchas que aquí nacieron y se hicieron fuertes a su entrada en Madrid, bajo el lema de «Pan, trabajo, techo e igualdad».

Para las personas de mi generación, aquellas que pasada la treintena cargamos con dos crisis, el 15M fue la puesta en común de una precariedad existencial que a día de hoy no termina de solventarse; las narrativas de quienes, como tantos otros antes, salieron –salimos– con un par de maletas sin más deseo que «trabajar de lo nuestro» o, al menos, de tener un mínimo horizonte vital. Casi nada.

A diez años del 15M, cuando los gritos de «¡libertad!» que esgrimen algunos borrachos en esas mismas plazas no son más que el canto a la individualidad del «sálvese quien pueda», conviene recordar todas esas experiencias que, aunque hoy puedan leerse desde un momento que pudo ser y al final no fue (o que, en todo caso, lo fue de otro modo), trataron de poner el acento en esa politización de lo común tan necesaria en la actualidad: pensar el 15M como posibilidad de encontrarnos y decidirnos entre iguales, con tiempo, apuntando lejos, sin los efectismos ni los zascas que hoy marcan la agenda política.

*Doctor en Antropología social, investigador de movimientos sociales