Es socialista desde niño. Casi todos los afectos se deciden en la niñez. Al menos, los que no se quiebran. Nació a pie de fábrica. A la sombra de Altos Hornos de Vizcaya. Su padre, como él, fue obrero. El Nervión tiene dos orillas y a los obreros siempre les tocaba en el reparto la izquierda. Admiraba a la gente que como su padre trabajaba duro. Muchos eran socialistas, también su padre. Y quiso ser socialista.

Luego vino lo de Felipe González. Y creyó alegremente en una España de todos. Creyó y quiere seguir creyendo. Al final le quedó el orgullo de pertenecer a un partido que, con sus luces y sus sombras, contribuyó decididamente a cerrar las heridas de la guerra civil. Gentes de un bando y de otro que hicieron posible una España en paz. O casi. Porque le tocó enterrar a más de un compañero. Porque hubo un tiempo en que ser del PSOE y dar la cara era correr el riesgo de que te volaran los sesos. Pero no renunciaron a lo que eran ni a balazos. Y eso le ató aún más a las ideas que tan gallardamente defendían los muertos.

Sin embargo, ahora, pasados los años, se pregunta qué queda de aquel PSOE. ¿Solo arribistas? Un puñado de señoritos que parecen amar más el poder que la propia conciencia, un puñado de tahúres que ha puesto España en almoneda, un puñado de corsarios que ha renunciado a las propias ideas y se ha entregado a los comunistas olvidando que las páginas más negras del partido se escribieron cuando dejó de ser socialista para ser comunista. Sí, eso piensa.

Pero eso no es lo peor. Además están los que sabiendo todo eso, callan y se aferran a sus pequeñas ventajas. Los cobardes. Los que han dejado de ser socialistas para ser limosneros. Los peores, porque se mienten a sí mismos. Sí, eso piensa.

Y, finalmente, quedan los que siguen representando los valores de aquel PSOE de su padre y de Ramón Rubial, el que tendió la mano, aquel que fue capaz de ilusionar a gran parte de los españoles, y, en los peores momentos de la tormenta, supo mantener el rumbo. Por ejemplo, Nicolás Redondo y Joaquín Leguina, ahora en las lindes de la purga. Pero no solo ellos, otros muchos que ven, entristecidos, cómo les han robado el orbe de sus sueños. A su edad, y después de vivir lo que ha vivido, le resulta descalabrante presenciar este torpe atropello. Y se escandaliza. Si ellos, si los que son como ellos, no caben en el PSOE ¿quiénes? Solo dos: los arribistas y los cobardes... los malos y los peores. Y se le agigantan en la memoria tipos como Alfredo Pérez Rubalcaba o Txiki Benegas. Y empieza a dudar de que su sitio esté en este PSOE a la deriva. Eso piensa mientras, desde la dársena de Portu, ve al Nervión pasar y a la corriente llevarse los desperdicios al mar.

¿Solo los cobardes? ¿Los que han dejado de ser socialistas para ser limosneros?

Ahora, ya jubilado, pasea por Ansio. Ya no queda nada de los altos hornos que allí se levantaban. Y piensa en su padre. Y en Ramón Rubial. ¿Qué pensarían ellos? ¿Qué pensarían los que se enfrentaron a la izquierda radical separatista y pagaron con la vida? ¿Es posible aún recuperar el PSOE para la razón? Algunos compañeros le dicen que debe volver Felipe, pero él lo niega: los viejos dirigentes tienen el deber de colaborar con su magisterio, pero al PSOE solo pueden recuperarlo los jóvenes. Y al regresar a casa, una de las casas baratas de San Vicente, solo ve un túnel ciego…

¿Puede desaparecer el PSOE? Puede ser. Y, mientras suena la cuenta atrás, vienen a su memoria aquellos obreros y sus mujeres y sus casas baratas y su tremenda dignidad… Eran otros tiempos. Echa de menos aquel partido que supo renunciar a las quimeras, que abandonó el dogma de la lucha de clases para que todos los españoles sin excepción pudieran ilusionarse con una tarea común… Gira la llave y entra. Entristecido…

*Abogado