Aunque sea del Madrid (pero sin gran entusiasmo, salvo en partidos decisivos, los “clásicos” o la Champions), no me alegré nada cuando se confirmó que Lionel Messi se iba del Barça, y menos aún cuando se supo que su destino era el Paris Saint Germain, ese club que lleva el nombre del barrio que fue sinónimo de la intelectualidad francesa (por ahí, en el Café de Flore–donde una cerveza hoy cuesta nueve euros- escribían sus obras y sentaban cátedra Jean-Paul Sartre o Albert Camus) y que ahora lo es de la conquista de Europa por los petrodólares de dictadores. Fue algo ingenuo Michel Houellebecq cuando, en Sumisión, dibujaba una Francia convertida al Islam donde los jeques de Qatar y Dubái competían dando fondos a la Sorbona y a Oxford. En nuestro mundo imbécil, es más rentable costear al PSG y al Manchester City.

Pecunia non olet, dijo un romano al presumir del dinero que le daba la gestión de las cloacas, y tampoco parecen oler los más de siete mil cadáveres de los obreros que, viniendo de la India, Nepal o Bangladés, han muerto construyendo, en condiciones peores a las de los esclavos de las pirámides, los templos del nuevo dios, mezcla de fútbol y dinero, y cuya última reencarnación es Messi. A la FIFA le da igual tener las manos manchadas de sangre mientras tenga los bolsillos llenos de euros, y ni se plantearon poner como requisito unas mínimas garantías de seguridad laboral.

El Charlie Hebdo, que sigue sin morderse la lengua y salva el honor de París, sitúa en su última portada a unas mujeres con burkas que llevan el nombre de Messi y el número 30, el que le han dado en el PSG. Qatar albergó a dirigentes talibanes que ahora volverán alegremente al país que han conquistado a sangre y fuego, con las divisas que Qatar prefería dar por canales ocultos a los insurgentes islamistas que a los obreros que les construían sus estadios. Apenas menos criminales son los Emiratos Árabes Unidos, uno de cuyos dirigentes dirige el Manchester City de Pep Guardiola, quien en más de una ocasión ha dado las gracias a “los chicos de Dubái”, esos buenos chicos que como los de Qatar lavan su imagen inflando clubes europeos, pues acoger a refugiados ni se les pasará por sus cabezas enturbantadas.

"Qatar albergó a dirigentes talibanes que ahora volverán alegremente al país que han conquistado a sangre y fuego"

Necesitamos el fútbol, cada fin de semana la pequeña emoción de saber cómo queda tu equipo (a mí me apena que los equipos extremeños sean tan maletes, pese a que el Villanovense haya dado alguna noche de gloria en la Copa) y como la vida a veces da pocas satisfacciones, al menos está la emoción vicaria de que tu equipo gane al rival. Así se endiosan y se proyectan sobre los jugadores virtudes que no tienen. Recuerdo hace unos años en Villanueva de la Serena, en la “gala de entrega” del Premio Felipe Trigo (esa ceremonia del despilfarro que aún no reveló ni una buena novela) que la presentadora Olga Viza (como se ve una gran especialista en literatura, a la que pagaron el viaje y jugosos honorarios), no sé a cuento de qué, se explayaba en su barcelonismo ensalzando a Messi como un chico humilde a pesar de sus triunfos, frente al vanidoso y prepotente Cristiano Ronaldo. Este, al menos, ha tenido la decencia de no jugar en el City después de triunfar en el United. Más delirantes aún fueron los comentarios que oí en Barcelona de nacionalizar catalán a Messi para que la hipotética selecció llegara, como Croacia, a la final del Mundial. Sería llamativo, pues nunca oí al de Rosario hablar en catalán. Más razón tiene mi padre cuando dice que los futbolistas “son mercenarios”, aunque nos empeñemos en venerarlos como a mesías y rebuznar a coro cuando toca. Sea el messiasnismo o el culebrón ya ridículo de Mbappé, parece que a nadie le importan los muertos bajo el aplastante sol de Qatar, y se nos olvidarán pronto las lágrimas de Kabul.

 *Escritor y profesor