Alemania celebra hoy elecciones sin Ángela Merkel. Su país y Europa dicen adiós al liderazgo de una mujer que ha dado la impresión, al menos en las formas, de no tratar de ser otra cosa que ella misma.

En un mundo de hombres, el del poder, Ángela ha huido de imitar el modelo masculino de ejercerlo, a diferencia, por ejemplo, de una Margaret Thatcher que en los años 80 gobernó Reino Unido con continuas exhibiciones de fuerza, incluida una guerra a casi 13.000 kilómetros de su país.

A Ángela, esa doctora en física cuántica, hija de un pastor luterano y que creció bajo el régimen comunista en la Alemania oriental, la definen en las formas sus propias circunstancias que han hecho de ella una mujer sobria y predecible, con una determinación sin grandes alaracas; mientras que en lo ideológico ha demostrado ser fiel, más que a las siglas de su partido, a los dos conceptos que encarna, al menos en su nombre, la CDU: la democracia y el humanismo cristiano.

La todopoderosa canciller alemana no lo ha tenido nada fácil en estos 16 años en los que le ha tocado lidiar con una crisis tras otra, desde el colapso financiero de 2008 al desastre sanitario, económico y social sin precedentes que ha supuesto la pandemia de coronavirus.

Con su discurso alejado del populismo, la pragmática Merkel fue capaz de llevarnos primero a un «austericidio» salvaje que fue aplaudido en Alemania pero que muchos países del sur de Europa tardarán tiempo en olvidar, a pesar de las políticas expansivas actuales para hacer frente a la tragedia de la covid-19.

En el momento del adiós, sin embargo, prefiero más quedarme con Ángela a secas, con la mujer valiente que anunció, después del desastre de Fukushima, el cierre de las 17 plantas nucleares de Alemania para 2022; y con su profunda conciencia democrática, esa que promete y cumple «tolerancia cero» con la extrema derecha y contra los discursos del odio, sin plantearse ni por asomo cualquier cambalache partidario en contra de este principio.

Ejemplar en ese sentido fue su postura ante la legalización de la unión entre personas del mismo sexo en Alemania, a la que ella personalmente se oponía, pero sobre la que pidió votar en conciencia y no necesariamente según la posición de su partido.

En un mundo de hombres, el del poder, Ángela ha huido de imitar el modelo masculino

Pero si en algo respondió Ángela de manera contundente fue en la crisis migratoria de 2015, la más grave desde la Segunda Guerra Mundial, con el recrudecimiento del conflicto armado en Siria. Fiel a los principios del humanismo cristiano, la canciller decidió entonces, a pesar de las críticas de los suyos, cambiar las reglas de inmigración e impulsar una política de puertas abiertas.

Reconozco que, por todo ello, admiro a Ángela Merkel. Me gusta su valentía de mujer sin fuegos artificiales y ese dar la impresión de que, aunque haya sido una de las personas más poderosas del mundo, camina por la vida con su paso y su luz.

Pero sobre todo, ella es objeto de mi admiración porque siempre pienso: ¡Ojalá un líder de la derecha así en España! Esas derechas nuestras tan católicas, tan apostólicas y tan romanas pero que parecen haberse olvidado de que el cristianismo también se defiende de cintura para arriba; esas derechas nuestras últimamente tan chulescas, tan sin pudor, tan desbocadas.

Como mujer, siempre me he sentido cerca de Ángela, de su soledad entre tanto hombre, y de las afrentas machistas que ha sufrido, a pesar de su poder como líder mundial. Puedo imaginarme la vergüenza que debió sentir cuando toda la prensa internacional, incluso la más progresista, se hizo eco de su canalillo y su vestido de noche con titulares tan nulamente informativos como «Merkel saca pecho» o «Merkel enseña escote».

Además, la canciller, que no tiene hijos, curiosamente recibe en Alemania el sobrenombre de «Mutti» (Mami), otro intento machista más de restar importancia a su papel como la política más poderosa de Europa.

En lo personal sentí incluso ganas de abrazarla cuando la vi soportar estoicamente los temblores de su cuerpo, con las manos cruzadas bajo su pecho, para disimular mientras el mundo entero la observaba y me conmovió de manera muy especial su visita de riguroso luto a Auschwitz, donde reconoció sin paños calientes la autoría alemana en el genocidio nazi y pidió perdón por ello.

Ángela Dorothea Merkel se va y con su marcha, está claro, deja huérfana a una Europa nuevamente azotada por nacionalismos y populismos en un momento en el que los liderazgos racionales y europeístas, como el suyo, son más necesarios que nunca.

Hasta pronto Ángela. Te esperamos el 14 de octubre en Yuste. Auf wiedersehen.

*Periodista