Se escribe para ir empaquetando la memoria igual que si fueran trocitos de calabaza con sus hilvanes de color azafrán enredados a la pulpa. Se escribe por tanto para ponérselo difícil a la fastidiosa desmemoria.

Hay otras mil excusas para escribir. Y aún hay muchas más razones o excusas si cabe para leer. Ambas acciones se necesitan como amantes desesperados.

Se escribe para tener esperanza y para disponer la parte blanda del corazón contra las espinas del sotobosque. Se escribe para hacer compañía a los árboles y puedan así refrescar nuestro cansancio con la sombra de sus higos, peras y madroños.

Se escribe por vicio y porque las manos tienen alas con ansias de cielo. 

Se escribe a menudo porque durante la noche no sabemos dormir y nos dedicamos a afilar los colmillos de cien lápices, ya saben, la herramienta elemental contra todo tipo de catástrofe.

Escribimos a ciegas para tener luz al despertar y dejar que la noche se sazone en lágrimas. Porque… ¿quién se atrevería a escribir a plena luz del día cuando los escaparates chillan o cuando te miran desde las cafeterías los ejecutivos? Te miran los panaderos y señalan con el dedo el andamiaje de tu ropa desaliñada, se asustan las cajeras al verte llegar con reguero de ojeras colgando entre las bolsas del súper. 

Se escribe de noche y sobre la mesita de las miniaturas. Siempre digo que la mesita de noche es un contenedor de desechos, las sobras del Word, un cubo para lanzar oraciones imposibles y aquellos desperdicios que caen al mantel de la madrugada. Se escribe bajo las sábanas para no deslumbrar a quien duerme al lado con el chispazo de alguna de esas palabras-linterna que surge de puro cansancio.

Escribir es un ejercicio parecido a cruzar el campo descalzo, con el alma abierta en dos, igual que los libros se saben de memoria el camino y se abren por la misma página gastada de siempre. 

Hay quien escribe para dibujar el paisaje que se resiste a la lluvia. 

Escribimos para tener la flor del silencio en las manos y en la jarrita del corazón. 

En momentos de sequía, escribir equivale a rasclear, rascar y rascar la tierra con el trillo en busca de humedad y brotes subterráneos.

A veces escribir es un viaje a la farmacia para comprar tiritas que nos ayuden a suavizar las rozaduras que provocan las resistencias más íntimas. Y es vivir en los alrededores. 

"¿Quién se atrevería a escribir a plena luz del día cuando los escaparates chillan o te miran desde las cafeterías los ejecutivos? "

El escritor sabe que en las hojas blancas de un libro se refleja todo el universo y sabe que su talento no es tan solo un don, es el cosmos, así que después de un primer libo viene otro y otro porque ha descubierto el oficio con el complejo engranaje que acarrea de soledad y carencia. 

El número incontable de muertos que llevamos dentro se vierte en cada hoja escrita; esto es algo que sabe a ciencia cierta todo aquél que escribe a golpe de herida y sacudida. Porque hay palabras y lugares en los libros que recuerdan a rudos puñetazos y no queda más remedio que ofrecérselos al lector para que sufra con nosotros, se revuelva y limpie la sangre. 

Es conveniente advertirles de ciertos libros que pueden acentuar miedos, neurosis y fobias; libros que declaran guerras civiles y mundiales; otros en cambio son prados de verdura y vacas lecheras, son libros donde quedarse a vivir una larga temporada porque están llenos de nuestras cosas, de olores reconocibles y hasta impresiones similares a las que sentimos al despertar. Huelen a musgo verdísimo sobre las tumbas. Algunos libros llevan dentro el olor del pescado; otros libros parecen haber sido escritos en la trastienda de un estanco o tras el mostrador de una tienda de especias, uno de esos colmados que vierten a la calle perfume de curry o de canela.

Hay libros que suenan y se deslizan por la piel como una mariposa.

* Periodista