La ciudad volvió a ser la ciudad, con sus pequeños gozos y grandes miserias, recobrando el ritmo invisible que la caracterizaba antaño. El sábado a la noche la parte antigua de Cáceres era un hervidero de personas que se desplazaban con el nerviosismo de las hormigas. Algunos eran los atusados invitados de una boda que se fundían con los curiosos que admiraban los escenarios de Juego de Tronos. Otros, eran paseantes perplejos de la nueva realidad, sin restricciones al movimiento. La noche era un indescriptible murmullo bajo las estrellas, entre el que se podían adivinar, en la lejanía, risas apagadas. La madrugada se convirtió en una hora ambigua que mezclaba alivio y esperanza a partes iguales. 

Vuelve la gente a tomarle el pulso a la ciudad insomne, aletargada por estos años de molicie y prohibiciones. La plaza de San Jorge se ha convertido, con la magia del cine y sus decoradores, en el patio de los Leones de la Alhambra, con tal realismo que uno no sabía si estaba en Cáceres o en Granada. El Jardín de Cristina de Ulloa, balcón conspicuo, recibía un continuo peregrinar de turistas que buscaban el retrato perfecto, en tanto que los gatos cruzaban por las petunias lilas. Las miradas parecen albergar la despedida a un mal sueño, mientras se espera el turno de entrada a Las Caballerizas o al Mastropiero. No parece importarle a nadie este peaje. La vida se vuelve a abrir paso con decisión en este Cáceres que ha estado más desaparecido que nunca, tras estos dos años de invierno perpetuo. La calle volvió a sus rituales, a su liturgia de paseos, aunque sea en este espejismo de veranillo de San Miguel que no quiere irse. No es el último fin de semana del verano. Es el primero de una vida para muchos. Mientras, en los pueblos, ya echan la cuenta de cuándo serán las fiestas de san Antón o san Blas. La vida vuelve a la vida y el dolor comienza a ser un eco lejano. Ojalá esta vez sea verdad.