En mi pueblo dicen que quien avisa, no es traidor. Y ese no soy yo». Esta era una frase recurrente que un profesor de latín nos espetaba (ante disimuladas risas adolescentes, también hay que decirlo) cuando nuestra reducida clase se desmandaba. Poco más o menos ha hecho el Tribunal Constitucional al gobierno de España con el asunto de la llamada ‘plusvalía’ inmobiliaria. Con el mismo éxito que el profesor, me temo.

El alto tribunal arrastra una inmerecida ‘mala fama’, que nace de su propia naturaleza, lo que convierte en injustas (cuando no directamente en indocumentadas) las críticas que se suelen verter hacia su actuación. El Constitucional posee una configuración normativa que le convierte en un juzgador ‘a posteriori’. Sólo a través de su jurisprudencia puede ir creando salvaguardas, pero en ningún caso puede evitar las transgresiones constitucionales. De ahí provienen interesadas interpretaciones del ‘escaso’ valor de sus sentencias, por tardías, como en el caso del reciente fallo sobre la primera declaración del estado de alarma, en marzo de 2020. La falsa polémica tiene, no se sorprenderán, un marcado tinte político. Pero el TC no es un ente político, sino un órgano de garantías que cumple una función de estabilidad clave en un estado de derecho. 

Lo de la plusvalía en el Constitucional ha sido la crónica de una muerte anunciada. El impuesto (por cierto, técnicamente llamado impuesto al incremento de valor de terrenos de naturaleza urbana; un nombre que da pistas) había recibido dos sentencias previas que cuestionaban la aplicación del impuesto. La más reciente invalida la fórmula de cálculo del gravamen impuesto, lo que supone el golpe final al impuesto. Mejor dicho, debiera. Ocurre que sólo estamos ante un final ‘temporal’. Den por seguro que existirá un cambio legal, impulsado por el gobierno, que permitirá la supervivencia del cuestionado tributo.

Lo que todo este proceso ha permitido es evidenciar no exclusivamente al denostado impuesto. Sino a la entera formulación de por qué existen en nuestro sistema fiscal aún determinadas figuras (incluso, del inusitado fervor público por aflorar impuestos hasta de nuestro mínimo tiempo de ocio).

Primero, el interés de cada ejecutivo. Al gobierno de Rajoy le cayó la primera de las resoluciones del Constitucional sobre la plusvalía. El tribunal hizo algo tan sencillo como decir que para gravar un incremento de valor, habría que haber ocurrido que ese aumento existiera. Es decir, si el impuesto grava la venta de fincas o viviendas con beneficio, habrá que demostrar que el que vende se embolsa algo. Lo que sea. Una evidencia, vamos.

Un golpe de tan calibre debía haber forzado al gobierno al menos a reconsiderar la figura tributaria. ¿Adivinan, verdad? Nada ocurrió, incluso en un partido que se arroga la virtud de ser una alternativa liberal. Ante la tentación de mantener las fuentes de ingresos, sino aumentarlas, aún no ha habido (honrosas excepciones aparte) político español que haya resistido. Así que optó por asumir que otro gobierno o una sentencia posterior resolverían el problema automáticamente. Sólo la segunda de las premisas, claro, se cumplió.

Segundo, porque, ahora, lidiar con el impacto de la anulación será cosa de los municipios. Una vez más se evidencia la precaria situación de las haciendas municipales, obligadas a una corresponsabilidad fiscal que parece hacer creer que existe una verdadera descentralización económica local en lo que no es que un embudo de los gobiernos autonómicos. No sólo e s un problema el impacto en los presupuestos locales, que deberá encajar el gobierno, sino el aumento de una litigiosidad artificialmente generada.

Pero, sobre todo, lo que es en puridad el origen del problema. La extrema voracidad fiscal pública mostrada por intenciones políticas de distinto signo (que es llamativo) que llevan a la creación de impuestos a nuevas actividades, a la multiplicación de bases imponibles de dudosos ingresos o el retorcimiento de normativas tributarias (es el caso). Hasta el extremo de gravar un beneficio que objetivamente ni ha existido o exigir el pago o personas que han perdido sus viviendas u obligadas a darlas en pago.

Lo que se evidencia es que un sistema fiscal que obliga a este tipo de ejercicios para cuadrar las cuentas necesita, como poco, repensarse. Como mínimo.

*Abogado, experto en finanzas