Redondo (Iván) puede tener las formas de un trilero y ser un vendehúmos. Pero al menos lo vende del mejor nivel. Cuando soltó en su entrevista-desahogo aquello de que Yolanda Díaz podría ser la siguiente presidenta del gobierno, sabía lo que hacía. No era ni un calentón ni un vaticinio arbitrario. Es más, creo que él mismo buscaba que aquello fuera una profecía autocumplida, cimentando su (auto)prestigio de hacedor de reyes. O que conocía de primera mano que la próxima campaña de apoyo mediático iba a ser un ensalzamiento de la gallega.

Y en esas estamos. El CIS situándola como la líder más valorada y encabezando una plataforma, más que un partido, que mira con recelo su protagonismo creciente, pero no se atreve a llevar la contraria (por ahora). Hasta el mismo Pedro Sánchez asiste con cuidado a los cantos de sirena que hablan de ella como su «sustituta» sin dejar de darle un papel preponderante en el consejo de ministros. Aunque ya sabemos que el presidente se altera por poco y que sabe moverse perfectamente detrás de la escena.

Confieso que me desconcierta la buena fama de la vicepresidenta. Desde aquella fatídica rueda de prensa en medio de la pandemia en la que no supo explicar un mecanismo (los ERTE) que cualquier estudiante de derecho laboral hubiera podido exponer con sencillez, mientras pedía ayuda a un Escrivá que parecía más que consciente que allí hacía falta algo más que un par de frases. Salamanca non presta. Para más inri, una ministra de trabajo con un paro desbocado (sin contabilizar aún todos los trabajadores en ERTE) que no sólo se explica por la pandemia, puesto que nuestros niveles de empleo palidecen frente a los países de nuestro entorno, que han tenido la misma exposición al impacto del covid. Una ministra que no ha dudado en mostrar buenas formas con la patronal empresarial cuando ha querido, pero tampoco de desdecirse de lo tratado en las reuniones. O alguien que ha hecho bandera de la «derogación» de la reforma laboral del gobierno del Partido Popular (la misma que ha evitado que los números de desempleo fueran mayores) para después reconocer que no era «técnicamente» posible.

Yolanda Díaz es víctima y beneficiaria de una estrategia de prensa que busca consolidar su posición y evitar que Unidas Podemos, desgastada por sus anteriores líderes y los malos resultados electorales, entre en el camino de la irrelevancia. No es más ni ha mostrado más, pero ella parece convencida de su papel. Tiene lógica, claro. Por eso no dudó en cimentar su independencia y mostrar públicamente sus cartas en un acto en Valencia, pretendidamente sin marcas partidistas, haciendo frente común con compañeras de otras formaciones, como la errejonista Más País o Ada Colau. Una entente a la izquierda del PSOE.

A estas alturas del texto, ya ha quedado claro que no es santo de mi devoción. Ocurre que, en ocasiones, sus contrincantes políticos parecen sus mejores aliados. Al acto liderado por Yolanda Díaz el PP lo ha calificado de «aquelarre». Y en Vox soltaron aquello de que el plan de Díaz era «una fiesta de pijamas de ‘Charitos’» a través de Buxadé. No es de recibo: primero (y más relevante) porque ambas declaraciones deslizan un desprecio rayano en el insulto; segundo, porque tácticamente es un error. Desde la derecha, últimamente, no paran de pegarse tiros en los pies.

El acto de ‘Las Otras políticas’ era sencillamente intrascendente. Una muestra de mercadotecnia política sólo dirigida a los consumidores habituales. Café para muy cafeteros. El mero hecho de darle respuesta, como si la requiriera, le otorga un valor que no debía haber tenido. A Yolanda Díaz bastaba con responsabilizarla de su labor ministerial. Por lo demás, que se junte con quien quiera.

La reacción de todos demuestra dos cosas. En primer lugar, las siguientes elecciones no serán tanto de partidos como de bloques. Por eso Sánchez sigue cortejando la idea de un Podemos fuerte, aunque le reste algún voto. Por eso desde la derecha han atacado con virulencia una precandidatura que podría ser, al final, meros fuegos de artificio.

O, a lo peor, es que nos hemos instalado en una cultura política donde es necesario satisfacer siempre a los más extremistas de entre tus votantes. La voracidad de ser el que dice la palabra más alta, el titular más contundente. De hacer reír el respetable en el circo, aunque al final no sabemos ni donde están los payasos.

*Abogado, experto en finanzas