Para muchos cineastas, y también para parte del público, las películas lentas, silenciosas, con aura espiritual de difícil definición y diálogos escasos, son promisorias, cuando no sinónimas, de un cine de altura. Y, en efecto, hay muchas grandes películas que han sabido llevar a buen término esa morosidad y sobriedad narrativas, tal como han demostrado directores de primera línea: David Fincher, Terrence Malick, Stanley Kubrick, David Lynch… por no hablar de la nouvelle vague.

Parece que uno está condenado a amar o a odiar este cine contemplativo que se afana en detener el mundo, de ahí que estas películas solo merezcan por lo general dos tipos de calificativos: o son geniales o son aburridas. Y sin embargo me dispongo a comentar una película en esa línea que no es para mí ni lo uno ni lo otro. Me refiero a El poder del perro (Jane Campion, 2021), que puede verse tanto en Netflix como en las salas de cine.

Desde el principio apreciamos que el desarrollo de la historia de dos hermanos propietarios de un rancho (interpretados por Benedict Cumberbatch y Jesse Plemons), divididos por la boda del segundo con la dueña de una posada, se va a cocer a fuego lento. Lo que no barrunta el espectador es que esa morosidad no se verá interrumpida hasta los minutos finales, cuando surge un desenlace que vuelve a conectarnos a la narración, a darle sentido a ese largo standby.

Una buena película, cierto, pero que no ha acabado por fascinarme. Cumberbatch, Plemons y Kirsten Dunst (estos dos últimos, pareja también en la vida real) están sobresalientes, pero aun así persiste la sensación de que todo ese silencio, esa lentitud durante más de una hora no ha sido sustituida con algo meritorio.

El poder del perro, sugestiva pero excesivamente lenta por capricho de sus creadores, acaba cayendo en cierta pereza narrativa que quizá no sea del agrado de los espectadores más impacientes.