¿Te has enterado ya de lo de Almudena? El día que me llama estoy en casa, trabajando con el uniforme de invierno: manta y gato en la falda, una esterilla en la espalda. En unos segundos, los que tarda Rubén en darme la noticia y que Calcetines me salte de encima (no le gusta que hable por teléfono), me pasan muchas cosas por cabeza. Qué 2021 de mierda, le contesto, y recuerdo cuando, en Taiwán, me habló de ella por primera vez.

¿Has leído a Almudena?, me había preguntado Rubén entonces. Era el año 2007, hacía calor, estábamos en la terraza de la residencia fumando y sintiéndonos nostálgicos. Él llevaba un matamoscas eléctrico con forma de raqueta de tenis y lo agitaba arriba y abajo con aire distraído, los mosquitos estallaban al tocarlos como diminutos fuegos artificiales. Hacía un tiempo que los dos vivíamos en Taipéi y empezábamos a añorar todo tipo de cosas. A mí, mi padre me enviaba jamón envasado al vacío, libros que creía que me gustarían y El Jueves; a él, una amiga le había enviado Castillos de cartón y, más tarde, El corazón helado.

No he vuelto a leer libros compartidos como lo hacíamos entonces. Digo compartidos porque, aunque técnicamente eran de Rubén, los leíamos con voracidad y en paralelo, casi como si fuéramos la misma persona, y los comentábamos en la terraza de la residencia y él, que siempre iba más adelantado, me explicaba qué ocurría más adelante porque a mí nunca me han molestado mucho los spoilers. Desde entonces, cada vez que oía el nombre de Almudena recordaba a Rubén, aquellas lecturas, la terraza, el ruido de los aparatos del aire acondicionado y, trenzándolo todo, sus palabras, algo de normalidad entre tanta diferencia. La llamábamos por el nombre de pila, y no por el apellido, no por mala educación ni por machismo, sino porque la sentíamos cercana, como si fuera de la familia, una casa cuando estábamos lejos de la nuestra.

Gracias, Almudena, por tanta compañía.

*Escritora